0. PRÓLOGO.

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Conocí a Calvin Smith cuando tenía 11 años. Estudiábamos en la misma escuela, pero en cursos diferentes. Él un año más avanzado que yo. En ese entonces él era un rechazado, producto de la burla de muchos idiotas. Yo en cambio, no me definiría como rechazada, pero tampoco tenía un círculo de amigos.

Una tarde las clases se terminaron, los estudiantes se fueron y la escuela quedo prácticamente vacía. Excepto por dos niños.

Como siempre, papá se tardaba siglos en recogerme, por lo que debía quedarme en las escaleras de la entrada, esperando a que se dignara en aparecer. Fue entonces que un fuerte ruido me puso alerta, un estruendo que se repetía una y otra vez, cada vez más fuerte. Dejé mi mochila en las escaleras y me adentré por los pasillos de la escuela. Entre más adentro estaba, más fuerte y fastidioso era el ruido. Aunque me asustaba un poco, la curiosidad me invadía. Gire por el pasillo, y entonces lo vi.

Un niño rubio, con las rodillas raspadas, los tenis más sucios que he visto y un hematoma en el ojo derecho, pateaba uno de los casilleros como si su vida dependiera de eso. En su mirada se notaba el enojo, la furia que tenía. Me pregunté por qué tenía las rodillas raspadas, en lugar de preguntarme porqué pateaba con tanta agresividad la puerta de metal. 

—¡Niño! —grite, mientras daba pequeños pasos hacía él— ¡No hagas eso! 

Ni siquiera volteo a verme, parecía más concentrado en las patadas que daba que en contestar, lo cuál me enfureció.

—¡BASTA! —volví a gritar, está vez empujándolo. Lo moví un poco, pero no le importo. Volvió a acercarse al casillero con la intención de lanzar su pie de nuevo; pero antes de que pudiera hacerlo, me puse en medio, poniendo ambas manos en mi cintura—. ¡Eres tan terco, te dije que pares! 

Con un ojo bien abierto y el otro entrecerrado por el hematoma, me miro con enojo. Apretó los puños con fuerza y arrugo la nariz. 

—No me importa si eres una niña, igual te puedo golpear.

Saben que es lo gracioso, que ahí inició nuestra amistad. 

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