Amigos con derecho.

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La desesperación y la tristeza se juntaron. Mientras ella gemía, encima mío, tan adentro; yo la observaba, más allá del placer que me hacía sentir. Tenia su cintura en mi mano y se movía, se movía y yo volaba en sentimientos. No la podía acariciar, no a este punto, pero mis dedos buscaban su piel y su respuesta a mi estímulo. La miraba abrir la boca y cerrar los ojos, tocándose, agarrándose de mi, soltándome, amoldando la sábana a sus puños.
Y pensaba, triste, que sólo estaba aquí por eso. Lo único que le concernía era el acto carnal. Yo disimulaba muy bien lo triste que estaba, mientras meditaba...

"¿No era que en el sexo no se podía pensar en nada más?"

Yo la imaginaba sonriendo, pestañeando, la imaginaba vestida y la veía desnuda, y era una doble dimensión que abarcaba mucha diferencia.

Mientras ella me recorría con la mirada, yo miraba a sus ojos. No se engañen, lo estaba disfrutando, estaba casi en mi punto máximo, el orgasmo ya había desbloqueado la puerta y amenazaba con salir. Pero ella paró.

-¿Qué pasa? ¿Por qué estás así?

La miré. Esa cara que conocí niña y retomé mujer, y ella me vio verla. Me mordí el labio, por las dudas, y fue lo más triste que hice.

-¿Así cómo? No me pasa nada.

-Estás raro. No como siempre. ¿Tenés ganas de esto?

-Sí, sí quiero. Estoy fuera de foco.

-¿Te enfoco?

Cambiamos de posición. Ella pensaba que realmente todo estaba bien y que mi rareza era un juego. Retomamos el acto, pero ya fue otra cosa, otra perspectiva de ella que me hizo sentir mucho más, y ya no pude desenfocarme en mi dolor. La batalla interna cesó, por un momento. Lo único que escuchaba eran sus gritos, que casi me movían las caderas hacia ella. Sentí una conexión tácita a su cuerpo, que claramente no fue correspondida. Los brazos me temblaban y había decidido que abrir los ojos era inservible.

-¡De esto estaba hablando!

Acabó la frase con un suspiro, casi glorioso. Aproveché sus ojos cerrados para admirarla un poco, pero el placer me viró los ojos y salió de mi campo de visión. A duras penas, se estiró y me besó.

"Y yo que en las prostitutas no creía, sabihondas, aseguran que los besos son más íntimos que una relación sexual. Quizá no debería pagar sus servicios, sino sus consejos."

La besé pasionalmente, conteniendo el punto cúlmine un poco más. Sus ojos me dijeron que pronto iba a terminar, y no sé para quién fue mejor noticia, si para mi mente o para mi miembro.

Respiraba demasiado rápido, mientras ella me miraba, sorprendida y sonriente. Me quitó el preservativo y se quedó mirándome, hasta que los efectos colaterales del orgasmo me abandonaron. Agarré su cuello y la besé. Vaya elixir delirante.

-Estuviste genial.

-Gracias. Vos también.

-Gracias.

Una conversación monótona que me arruinó. Casi se levanta para cambiarse, pero la agarré, la alcancé a mi y la abracé.

-Un rato así, por favor.

Con mi mano le hice los ansiados mimos, desde el antebrazo al hombro, y de la última costilla a la axila.

-Bueno.

Lo susurró tan bajo que dudé si lo había pronunciado.

-Ey, hablemos. No te duermas.

Casi me quedo dormido de versad. Su cuerpo me daba tanta paz que hubiera dormido mil años. Al pensar en esto, un escalofrío me subió de la espalda baja al último pelo. La tristeza volvió a mí como un rayo. Yo ya había decidido decirle hoy. No podía con esa situación que me quemaba a besos y sexo. Lo había pensado previamente, lo hablé con mi reflejo y mi cobardía y me dieron el sí. Así que entrando en un mini pánico le susurré

-Hablemos de lo que tengo para decirte.

Se dio vuelta y esos ojos me vislumbraron, y su belleza como que me obnubiló. Su mirada me incitaba a hablar, pero yo quería escucharla a ella.

-¿Sí?

La recordé en nuestra primera vez, repitiendo entre besos desnudos que todo esto era sin compromiso alguno, que no había lugar para el amor. Recordé cómo se entregó, tímida, a mí, que lo esperaba, desbocado, pensando que no iba a llegar nunca a esta situación.

La miré a los ojos para darme valor, y ella, paciente, esperó. Quizá se lo veía venir y estaba pensando cómo rechazarme. No había elegido las palabras con cuidado, así que si estaba dignado al fracaso, este detalle aumentaba eso.

-Te quiero.

-Yo también.

Lo dijo tan rápido que pensé que había sido automático. O que me había leído la mente.

-Pero te quiero más, más de lo que debería quererte. Tanto que me duele ver que con vos no sea igual. Perdón, me comprometí a no comprometerme, pero caí en vos.

Se fue alejando, despacio, y se me aguaron los ojos.

-Escuchame... -susurré bien despacio.

-Habíamos acordado otra cosa. -asentí, automáticamente. Muchas veces, mirando para abajo, esquivando sus ojos, y mis lágrimas. Ella me miraba, comprensiva, como si nada hubiera sido importante, de lo que le dije.

-Sabes que no puedo corresponderte. Y me duele. Perdón.

La abracé y me devolvió el abrazo, acariciándome la cabeza. Yo miraba un punto fijo, y susurré varias veces perdón, odiando tener que disculparme por amarla. Ella se separó, se cambió, lento, casi tortuoso, como si quisiera dejarme ver por última vez lo que tuve y no iba a tener más, y se fue, tan elegante como llegó. Yo, en mi cama, puse las manos atrás de la cabeza, llorándola.

Recordé uno de nuestros primeros encuentros, en el que me dijo

"Con nadie me tiemblan tantos las piernas". Y sentí las piernas dormidas, como si el cuerpo me gritara: "Ni siquiera disfrutaste su última relación sexual". Me hundí en los pensamientos, y en las lágrimas, creyendo que el único analgésico sería dejar de sentir este amor tan puro y descarrilado. Mi único logro en ese día fue soñar con ella, aunque sea porque me forcé a no dormir. A ella, no la vi nunca más.

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