Capítulo 1: la otra verdad

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En la ciudad, los faroles del centro comercial se encendían de a uno

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En la ciudad, los faroles del centro comercial se encendían de a uno. La gente se apuraba para retornar a sus hogares luego del trabajo o de terminar sus compras. Los pasos acelerados traqueteaban como una marcha interminable por las aceras, los murmullos permanentes y el olor a comida chatarra eran parte de la contaminada postal de la pequeña ciudad de Marimé, situada en un pequeño país costero al sur del mapa.

Los transportes públicos se atiborraban de gente apretada, acalorada, y sobre todo cansada. No faltaban los cánticos de los vendedores ambulantes que se escurrían entre la multitud, tampoco los bocinazos de aquellos atascados en las avenidas. La indisoluble colectividad corría de un lado a otro con ansias de llegar a sus destinos, así distenderse luego de un arduo día de actividades impuestas. En medio de todo aquello, un automóvil, que llevaba encima una joven adormecida, avanzaba y se desdibujaba en la cotidianeidad.

Peor que la muerte era ser secuestrada, eso cualquiera lo sabía. Alma prefería mil veces luchar contra ellos, y morir en el intento, a ser sedada para cualquier retorcido fin. La incertidumbre y el pánico a lo desconocido le podrían haber ocasionado el paro cardíaco que tanto deseaba, excepto que dormía sobre las piernas de uno de sus captores: un tipo encapuchado, horrible, y de rostro derretido por el fuego, que la miraba imperturbable por su único ojo sano y salvo.

En su sueño creía que su tía ya la buscaba, que los medios publicarían su rostro en pancartas; que su hermana junto a su mejor amiga organizarían rastrillajes en busca de su aparición. Por el momento no sería así.

El hombre derretido escribía con avidez, en el móvil de Alma, un mensaje a su tía y tutora:

"Cathy, me he retrasado en la universidad. Me quedaré en la casa de una compañera a estudiar para los próximos exámenes. Perdón por no avisar antes".

Cathy, desde su hogar, suspiró aliviada; un poco enojada pues la cena estaba lista. Al menos Sofía, la hermana menor de Alma, tenía un ansioso estómago cada vez que regresaba de sus entrenamientos, los alimentos no sobrarían.

Alma no se enteraba de los mensajes que se enviaban a su nombre. Pues estaba siendo trasportada muy lejos del centro de la metrópoli, atravesando la ruta y una franja boscosa, y nadie en lo absoluto podía preocuparse por ella al caer la noche.



Tal como iban, el distinguido vehículo ingresó por un gran portón enrejado de formidables decoraciones de bronce. El mismo conducía a un difuso camino arboleado; paraísos, moras y jacarandás. El pasaje daba paso a lo que era una enorme residencia blanca y majestuosa, plagada de ventanales con sus respectivos balcones, con detalles dorados, esculturas de ángeles, caballeros y dioses griegos. Incluso tenían gárgolas terroríficas de hierro, con una fuente al pie de la escalera de entrada. Si Alma hubiese visto, solo podría haberse imaginado que esa era la casa de algún narcotraficante, ¿de qué otra forma si no? Quizás un golpe de suerte, uno en un millón.



Tres horas exactas fueron suficientes para que el efecto de la droga se disipara en su totalidad.

Una terrible punzada atravesaba su cabeza, clavaba sus neuronas y dificultaba la sinapsis. Su cuerpo pesaba el triple y no podía mover ni un músculo. Sus ojos eran dos bolsas de agua y su boca un árido desierto. Estaba sentada en algún mullido lugar, un sillón tal vez. Azorada, aturdida, ¿qué había pasado? ¿Acaso había tomado cervezas hasta tarde otra vez? No. Eso era más que una simple resaca. En aquel intervalo lo recordó.

Sociedad centinela  INCIACIÓN -Parte I-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora