El paseo diario que daba por la mañana, bien temprano, había constituido el único momento de paz y tranquilidad del que disfrutaba, además de proporcionarle el ejercicio que tanto necesitaba. Siempre seguía el mismo recorrido y quienes conocían sus costumbres solían asomarse a la puerta para charlar con él un rato.
Le agradaba en particular pararse a hablar con la muchacha de la casa que había al final de la pendiente, junto a la escuela de Håkebackenskolan. Sólo estaba allí los fines de semana, siempre sola, pero le gustaba hablar sin prisas de todo lo habido y por haber. Y también le interesaba a la señorita Alexandra el pasado de Fjällbacka, asunto sobre el que Eilert departía con gusto. Y era muy hermosa. De eso entendía él aún, pese a que ya era viejo.
Cierto que había corrido algún que otro rumor sobre ella, pero si uno se prestaba a atender las habladurías de las mujeres no le quedaba tiempo para otra cosa.
Hacía un año aproximadamente que ella le había preguntado si no le vendría bien echarle un ojo a la casa de vez en cuando, ya que pasaba por allí los viernes por la mañana. Era una casa vieja, ni la caldera ni las tuberías eran muy de fiar y ella no quería llegar los fines de semana y encontrarse la casa helada. Le dejaría la llave, de modo que él no tuviese más que entrar y cerciorarse de que todo estaba en orden.
Y, puesto que se habían producido algunos robos en la zona, también debía comprobar posibles daños en puertas y ventanas.
La tarea no parecía demasiado ardua y, una vez al mes, encontraba en el buzón de la muchacha un sobre a su nombre con una suma de dinero colosal a sus ojos.
Por si fuera poco, pensaba que era muy agradable sentirse útil, pues le costaba permanecer ocioso después de haber estado trabajando toda la vida.
La verja estaba ladeada y emitía un chirrido de protesta cada vez que empujaba para abrirla y entrar en el jardín. No habían retirado la nieve y pensó si debía pedirle a alguno de sus chicos que le ayudase a hacerlo, pues aquello no era cosa de mujeres. Rebuscó hasta dar con la llave, poniendo mucho cuidado en que no se le cayese el llavero en la espesa nieve: si se veía obligado a ponerse de rodillas, no sería capaz de volver a levantarse. La escalinata que precedía a la puerta de la casa estaba cubierta de hielo y muy resbaladiza, por lo que debía hacer uso de la barandilla. Eilert estaba a punto de introducir la llave en la cerradura cuando vio que la puerta estaba entornada.
La abrió del todo, desconcertado, y entró en el vestíbulo.
–¡Hola! ¿Hay alguien en casa? ¿Habría llegado la joven más temprano aquel día? Nadie respondió.
Al ver su propio aliento blanquecino surgir de su boca, tomó conciencia del frío que reinaba dentro. Y quedó perplejo.
Había algo que fallaba en todo aquello y no creía que se tratase simplemente de la caldera.
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La princesa de hielo
Misteri / ThrillerMisterios y secretos familiares en una emocionante novela de suspense