Capítulo IV. Amor y otros amores.

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Marchamos por amor a nuestro pueblo, por amor a nuestros amores, por amor a nuestra tierra y por amor a nuestros dioses.

Yo te amaba al salir de casa, te amaba al ensillar mi caballo, te amaba al caminar, te amaba en todo tiempo, te amaba en ésta guerra, te amaba en ésta vida y cómo no amarte en el cielo o en el infierno; yo te amaba, incluso más que a San Pedro Remate.

−Lindo día para pensar en la vida, ¿no crees Ikhal?− preguntó Sergio, un fiel amigo de la familia y mi mano derecha, buen compañero en combate, aunque los años ya se marcaban en su rostro, siempre estaba fiel al servicio del pueblo.

− Cualquier día es bueno para pensar en la vida... y también en la muerte – contesté volteando hacia atrás, con una mirada nostálgica, viendo los rostros cubiertos de mis compañeros.

− ¿Vos crees que podamos ser libres de estos cabrones y al fin estar en paz?

− Lo hemos intentado por la vía legal y no ha sido suficiente la diplomacia. No nos queda de otra, si nuestras voces no son escuchadas quizás las detonaciones hagan más ruido.

− Nadie quería llegar a esto, y menos vos, sé lo complicado que es para vos el tener que pasar por esto y pelear contra tu propio...

− ¡Sergio! – lo interrumpí rápidamente, − Hago lo necesario por mi pueblo, sabes que amo a mi tierra y no dejaré que capitalistas vengan y destruyan nuestro patrimonio natural y cultural. Estoy dispuesto a cualquier cosa, lo demás no importa.

−Lo sé, creemos en vos Ikhal, todos te hemos seguido por que confiamos en tus ideales. No quiero que mis hijas sigan sufriendo este atropello, quiero, al menos, dejarles un mundo ordenado.

−Este mundo ya no quiere funcionar, tenemos que construir uno mejor.

−Ese debería ser el lema de cualquier gobierno.

−Pero nunca lo será, no somos prioridad para ellos, al contrario solo piensan en desaparecernos para adueñarse de las tierras.

− Tengo miedo a morir, lo confieso, pero también estoy dispuesto, quizás sea el costo de la libertad, sólo espero vivir el tiempo suficiente para ver ese mundo que dices.

−No descansaré hasta lograr nuestro objetivo. Llegará el día en el que tus nietos y tus bisnietos se sentarán en tus piernas, jugarás con ellos, los mecerás y les hablarás del triunfo de nuestras batallas, para ese entonces canciones de ti se escucharán por todo el pueblo. Llegará el día que vamos a descansar de estas guerras y nos dedicaremos a nuestros oficios y a nuestra familia.

−Quiero llegar a ese día donde sólo nos dediquemos a hacerle el amor a nuestras mujeres− sonrió tristemente, pero luego de verme a la cara ambos soltamos la risa.

− Quiero pedirte un favor – su rostro denotó calma y seriedad, levantó su rostro hacia el cielo, cerró los ojos, profundamente suspiró, después de cinco segundos de silencio, me miró a los ojos.

− Dime con confianza, sabes que puedes confiar en mí – le dije asentando la cabeza.

− Si llego a caer en batalla...

− ¡Mierda no digas eso!

− Ikhal... Si llego a caer, en el sitio donde la muerte me robe el espíritu, ahí cavarás mi tumba. Quiero que me entierren donde mi cuerpo deje de funcionar, no quiero que me carguen ni tampoco quiero un ataúd, quiero fundirme con la tierra, ser parte de ella y que mi cuerpo le sirva de abono. En mi morral siempre llevo un mezcal que nunca he bebido, quiero que lo entierres conmigo, es un presente para los dioses. Prométemelo Ikhal

− Verás crecer a tus dos hermosas hijas, moriremos viejos en nuestras camas, bendiciendo a nuestros hijos y maldiciendo a nuestros enemigos. No vamos a caer Sergio, no vamos a caer.


Después de un buen rato, llegamos a El Progreso, donde el Subcomandante Bautista nos esperaba, formado, a orilla del camino, con una legión de hombres campesinos vestidos de soldados.

Y ahí estaba ella, no podía faltar, indomable, fuerte e indudablemente hermosa. La más alta de las mujeres, montada en su caballo, canelo, se asemejaba a una diosa, tenía el don de la belleza y de la inmortalidad, si las sirenas la hubieran visto, la hubiesen envidiado por esos ojos tan sublimes y ese portentoso cabello. Dos trenzas, en cada una de ellas un listón rojo, un rifle cruzado a su espalda, un revolver en la pierna derecha, un collar y un par de aretes de ámbar, así se presumía Concepción Díaz, mejor conocida como La Comandante Conchi.

− ¿Quién abrió el infierno? que se escaparon los demonios – con una sonrisa entre burlona y coqueta, pronunció Conchi.

− El hades nos ha mandado, venimos a por ti – contesté con una sarcástica sonrisa.

Descendimos de los caballos, saludé a Bautista, a Conchi y al resto de los hombres. Y en caravana, con algunos carros, continuamos con el viaje.

− ¿Cómo has estado Sergio? – en voz alta, preguntó Bautista, me vio y me guiñó el ojo tratando de disimular.

− ¡El gran Ikhal!, Ikhal y sus ciento cincuenta caballos, el indestructible, el poderoso jaguar, Ikal Balam. ¿Qué se siente ser aclamado por las personas de la región? Incluso en el congreso se escucha tu nombre – con las cejas hundidas y una sonrisa medio fingida, preguntó Conchi, acercándose más a mí.

− Cada que escucho eso – la vi a los ojos − siento miedo, no puedo sentir otra cosa – aparté mi vista hacia el frente.

− También he escuchado otras historias de ti, historias de amor – entre molesta y acongojada.

− ¿A sí? ¿Te sorprenden todas esas historias que hablan de mí? – contesté sin verla a la cara.

− No, no me sorprenden, me llena de nostalgia.

− ¿Nostalgia? – contesté moviendo la cabeza en señal de negación.

− Hay noches enteras que muero pensando en ti, mis horas sombrías llevan tu nombre, no hay día que no piense en ti, mi alma se afana en encontrarte, todas esas noches, en todos esos ratos que te anhelo, en esas horas que mi cuerpo se tienta de ti. Pregúntales a los dioses cuánto es lo que te amo, seguro lloverá cuando te hablen de mí.

− Mucho te quise, Conchi, te cedí una mayor parte de mí, te amé y siempre te respeté, no tenía ojos para nadie más, ni tiempo ni amor ni vida, jamás te fallé, pero tú...

− Pero eso ya es pasado, ya aprendí de ese error, los dioses me castigaron por ello, tú bien sabes que te quiero.

− También te quiero, pero no cómo quisieras, te quiero, no lo niego, pero lo hago por ese dulce amor que un día existió entre nosotros, pero de eso ya no queda mucho, y no soy culpable de ello.

− Perdóname Ikhal

− No te afliges, ya lo he hecho

− En el fondo se que aún me amas, no podrías olvidarte tan fácil de mí, veo en tu rostro como te retienes, si me contemplaras tan solo unos segundos tus ojos te delatarían. Ikhal, mírame a los ojos...

− No puedo

Y en ese instante comenzó a corretear a los caballos que nos alejamos lo suficiente de los demás, se paró justo a un costado mío, cogió mi mano derecha, lo llevó hasta su pecho. Todo era muy extraño, mi corazón de repente latía más rápido, el viento la acariciaba seduciendo su cuerpo, desprendiendo su aroma y desbaratando sus listones rojos.

El ruido cesó y sólo escuché su voz decir:

− Ikhal, mírame a los ojos y júrame que ya no me amas.

−...

EL INCENDIO MÁS LARGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora