Una vez el sultán iba cabalgando por las calles de Estambul, rodeado de cortesanos y soldados. Todos los habitantes de la ciudad habían salido de sus casas para verle. Al pasar, todo el mundo le hacía una reverencia. Todos menos un hombre harapiento.
El sultán detuvo la procesión e hizo que trajeran al harapiento ante él. Exigió saber por qué no se había inclinado como los demás.
El hombre harapiento contestó:
- Que toda esa gente se incline ante ti significa que todos ellos anhelan lo que tú tienes: dinero, poder, posición social. Gracias a Dios esas cosas ya no significan nada para mí. Así pues, ¿por qué habría de inclinarme ante ti, si soy dueño de dos esclavos que para ti son tus señores?.
La muchedumbre contuvo la respiración y el sultán se puso blanco de cólera.
- ¿Qué quieres decir con eso?! yo soy sultán indiscutible de todas estas tierras, todo está bajo mis dominios y todos responden ante mi!- gritó.
- Mis dos esclavos, que para ti son los señores que dominan tu vida, son la ira y la codicia.
Dándose cuenta de que lo que había escuchado era cierto, el sultán se inclinó ante el derviche.