Un excelente nadador tenía la costumbre de correr hasta el agua y de mojar sólo el dedo gordo del pie antes de entrar a nadar. Alguien intrigado con ese comportamiento, le preguntó cuál era la razón de ese hábito. El nadador sonrió respondiendo: Hace unos años yo era un profesor de natación. Enseñaba a nadar y a saltar del trampolín. Una noche, yo no podía dormir, y fui a la piscina para nadar un poco. No encendí la luz, pues la luna brillaba a través del techo de cristal del club. Cuando yo estaba en el trampolín, vi mi sombra en la pared del frente. Con los brazos abiertos, mi imagen formaba una magnífica cruz. En vez de saltar, me quedé allí parado, contemplando mi imagen. En ese momento pensé en la cruz de Jesucristo y en su significado. Yo no era cristiano, pero cuando niño aprendí que Jesús había muerto en la cruz para salvarnos por su preciosísima sangre. En aquel momento las palabras de aquella enseñanza me vinieron a la mente y me hicieron recordar lo que yo había aprendido sobre la muerte de Jesús. No sé cuánto tiempo me quedé allí parado con los brazos extendidos. Finalmente bajé del trampolín y bajé la escalera para sumergirme en el agua. Descendí la escalera hasta que mis pies tocaron el piso duro y liso del fondo de la piscina. Habían vaciado la piscina y yo no lo había percibido. Temí todo, y sentí un escalofrío en la espina. Si hubiera saltado habría sido mi último salto. En aquella noche la imagen de la cruz en la pared salvó mi vida. Quedé tan agradecido a Dios, que me arrodillé en el borde de la piscina, confesé mis pecados y me entregué a Él, consciente de que fue exactamente en una cruz que Jesús murió para salvarme. En aquella noche fui salvo dos veces y, para nunca más olvidarme, siempre que voy a la piscina meto el dedo del pie antes. Dios tiene un plan en la vida de cada uno de nosotros y no sirve de nada querer apresurarse, o retardar las cosas, pues todo sucederá a su debido tiempo y ese tiempo es el tiempo de Él y no el nuestro