Capítulo 8: verano e invierno convergiendo

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La primera vez que Haneul viajó sola, tenía trece años y su destino fue la ciudad de Chicago, en Illinois, Estados Unidos, durante uno de los inviernos más fuertes que azotó al país. En Perú era verano, y apenas empezaban sus vacaciones, por lo que sus padres lo consideraron una buena idea para que terminara de aprender inglés. Se asentó en el pequeño departamento que una prima compartía con su esposo, en los suburbios de Arlington Heights, y lo consideró su refugio por los siguientes tres meses que duró su estadía en el país anglosajón. Lo recuerda como las vacaciones de verano en las que conoció mucho y se perdió un poquito más. Descubrió que la nieve era muy suave y no la sentías fría hasta que pasaba unos segundos en tu mano. Que en un invierno Chicaguense los lagos se congelan y, entonces, puedes caminar por encima de uno (y que todos deberían experimentar esa clase de poder en algún momento de sus vidas). Que los atardeceres de invierno son difíciles de olvidar, que las papas fritas con queso chédar son lo más rico del mundo y que debería comprarse una tostadora para hacer los waffles Eggo que pensaba llevarse consigo.

Fue un viaje precioso, porque por primera vez sintió lo que era extrañar tu casa y, aún así, no estar segura de querer volver. Aquella aventura, sin embargo, tan solo era el preámbulo a decirle adiós, de manera definitiva, a eso que ella solía (o suele. No está segura de qué tiempo usar) llamar casa. Al final de los tres meses no regresaría a su pueblo, mucho menos a Perú. Por el contrario, sus padres la esperaban en Seúl para que iniciase el año escolar. Siempre había considerado al país asiático una especie de segunda casa; su madre era originaria de allí y no recordaba época en la que no haya usado el coreano como su lengua nativa a casi el mismo nivel que el español. Sin embargo, le costaba hacerse la idea de una vida en aquel lugar. Era difícil imaginarse sin comer chifles, sin saludar con besos en las mejillas y sin sol todos los días. En aquel viaje, cuando su prima y su esposo se iban a trabajar en las mañanas de Lunes a Sábado, al despertar se encontraba sola, recostada en el sofá-cama de la sala, de cara a la ventana cerrada y en completo silencio. No pocas veces se había puesto de pie para correr las cortinas del ventanal. Regresaba al sillón, y se mantenía quieta dejando que solo la poca luz de los días nublados alejase la oscuridad. Entonces, era consciente de su respiración y de que estaba, efectivamente, lejos de casa, y extrañaba los días soleados en los que el cielo azul tapaba un poco todo. Los días soleados en Chicago la hacían feliz. Levantaban su ánimo y solo quería salir a caminar y sacar fotos. Los días nublados, en cambio, le recordaban que a inicios de marzo se iría a su "segunda casa", donde el sol era reemplazado por el color gris y polución llegada desde China. Entendió, por primera vez, lo que era perder, y le entraban ganas de llorar, pero nunca de tristeza. Quería llorar porque quería soltar. Para recordar que existe y siente. Para no olvidar que es humana. Para ser Haneul.

Así, el día que aterrizó a Seúl y fue recibida no solo por sus padres, sino por un sol tan fuerte que le dolieron los ojos al salir del avión, lloró. Lloró todo aquello que contuvo durante los tres meses en Estados Unidos y, por primera vez después de tanto tiempo, se sintió Haneul, una niña de trece años enamorada de los chifles y de los kimbap.

Llevaba ya cuatro años en Corea del Sur, y podía decir que se había acostumbrado (aunque hablar con honoríficos aún le costase al punto que la gran mayoría en su escuela no se dirigía a ella usándolos, ni ella con ellos. Fuera de ello, el no poder manejar del todo los palillos no le parecía muy grave). Mantenía el contacto con su familia y amigos en Perú, y había conocido a gente maravillosa en Seúl, tanto dentro como fuera de su instituto. Con todo, Haneul no terminaba de sentirse parte de. Era una sensación que solo la atacaba de vez en cuando, pero parecía nunca irse por completo, así que solía optar por ignorarla, aunque doliese. Siempre que decidía dedicar su tiempo a ello, terminaba frustrándose al verse incapaz de llegar a algo. Y se sentía estancada. Aquel domingo de lluvia era uno de esos momentos. Acababa de salir de la ducha y se encontrada sentada en medio de su cama, desnuda y mirando por la ventana. De nuevo, la sensación de ser un pez fuera del agua que no sabe cómo regresar a esta porque tiene miedo de caer invade su cuerpo. De repente, al concentrarse en la lluvia, recordó al Jeon JungKook de la fiesta de Jimin. Luego, al Jeon JungKook que le dijo que no era bonita. Después, al Jeon JungKook que se disculpó en la clase de inglés. Y, finalmente, al Jeon JungKook borracho que le dijo que los peces flotaban.

Manos | Jeon JungkookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora