Segunda escena: Escape.

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—¡Mueran infelices puercos!

Rosa disparaba a sus espaldas mientas corría por las calles al lado de Blanco. Ambos hombres estaban siendo perseguidos por una patrulla y podían escuchar los tiros de los policías darle al pavimento, a unos centímetros de sus pies.

—¡Por allí! —exclamó Blanco y señaló un callejón que finalizaba con una reja de alambre—. ¡Vamos por allí!

Ambos corrieron con todas las fuerzas de sus espíritus, quemando hasta la última gota de la llama de sus fuerzas físicas. Vaciaron por completo sus armas mientras disparaban con ira bíblica hacía sus espaldas. La patrulla nunca dio marcha atrás, asegurándole a los hombres que no habían acertado ningún tiro hasta el momento.

Treparon la malla con la máxima rapidez posible para ellos. Al estar ya en la cima se dejaron caer y rodaron con violencia en el piso. Rosa se golpeó fuertemente y quedó un segundo en el suelo, hasta que Blanco lo levantó, obligándolo a seguir con el alocado viaje que era el de escapar vivos de la policía.

Se suponía que debían encontrar a Naranja, robar un auto y salir disparados hacia la bodega para irse cada quién por su parte; desaparecer del mapa hasta que todo se calmara. Habían dejado ya las mascaras, pues no veían nada con ellas. Y cómo estaba la situación, lo último que necesitaban era estar más ciegos que un topo.

Pero no, la maldita patrulla tuvo que verlos al salir del callejón del banco. Esa era una patrulla de apoyo, entendieron que ella esperaba a paciente a que las otras tres terminarán en el banco.

Eso hizo que Blanco se sintiera aun más seguro de que sus sospechas eran ciertas.

Iban corriendo ya débilmente por la calle, sin ya muchas energías que gastar. Como caído del cielo, pasó un Tsuru morado y giró hacia ellos. Lo conducía una joven mujer rubia, bastante bonita. Rosa levantó su pistola para obligar  a la mujer detenerse, ella lo hizo y rebuscó en su guantera. Buscaba desesperada una cosa en específico. Un arma.

Dejó de buscarla cuando vio al hombre de cabello negro bajar el arma del hombre de la banda. Éste miró confundido a su compañero, pero el de los ojos verdes sacó una placa; con todo y funda. Se acercó a ella y Carol no supo si debía dejar la pistola o dispararle.

—Buenos días, soy oficial Williams de la policía —le dijo aquél hombre—. Necesitamos del auto, si no es molestia. Tenemos una persecución, no sé si se enteró, pero unos locos hicieron una masacre en el banco de aquí.

La mujer miró la placa, en ella estaba grabado el nombre de Anthony Williams, de efectivamente, la policía de Royal Woods.

—Ustedes no se ven como policías.

Aún con las pruebas, y con la serenidad del agente Anthony, Carol no se sintió satisfecha. Estaba asustada, como cualquiera en su situación. Lo único que quería era que aquél hombre se fuera de su vista, sin importar a lo que se dedicaba.

—Estábamos en una boda en el salón de eventos McLane, nos llamaron como refuerzos porque estábamos cercas. Ni siquiera patrulla nos dieron. Ahora hágame el favor de bajar por favor.

Blanco agradeció al cielo que tanto él como Rosa no tuvieran una gota de sangre sobre sus trajes. También bendijo haber decidido dar la vuelta por la calle Douglas en vez de ir directo a la avenida San Louis, donde habían dejado el Ford. Haber visto aquella boda civil le hizo un favor, seguramente se trataba de una boda gay.

Carol había pasado por el salón de eventos, y efectivamente, había una boda en esos momentos. Eso hizo que la mujer se sintiera segura de pronto, dejando el arma escondida de nuevo en la guantera. Bajó del auto, lista para hacerse a un lado y dejar a los oficiales hacer su trabajo cuando se le ocurrió prestarle atención al compañero del agente Anthony.

—¿Por qué él no tiene placa...?

Fue la peor cosa que Carol pudo haber preguntado jamás en su vida, por mucho. Lo que pasó después le hizo saber a la rubia que había cometido un error en no salir del auto cuando se le dio la oportunidad y no hacer aquellas preguntas.

La patrulla que salió apresurada de la calle delantera hizo a Rosa reaccionar rápido y sacar sus dos Magnum de nueve milímetros. De la patrulla salieron dos policías, esos si que se veían como policías. Ambos sacaron sus pistolas y apuntaron a los dos hombres. Blanco había tomado a la mujer del cuello y la usaba como escudo humano mientras le apuntaba con una de sus dos Revolver diez milímetros de cartucho giratorio.

—¡Manos en alto!

El policía de cabello castaño dijo lo que todos los policías dirían en estas situaciones. Un cliché, pensó Rosa.

—¡Baja el arma o le vuelo los sesos a esta perra! ¡Decide, amigo!

Carol se dio cuenta de que aquellos dos hombres de traje no eran policías. De poroto, el impulso de vomitar la invadió. Su estómago le daba vueltas y sentía que en cualquier momento iba a desmayarse. Curiosamente no se sentía triste, ni tampoco tenía ganas de llorar. Más bien tenía miedo y asco al mismo tiempo, miedoasco.

—¡Ya lo escuchaste! ¡Sí no quieren que vuelen las balas como en año nuevo háganle caso a mi compañero!

Rosa se veía sumamente estresado con la situación, pero nunca dio un indicio de miedo o preocupación. Más bien se le veía enojado, verdaderamente enojado.

—¡Mejor bajen ustedes sus armas! —replicó el policía pelirrojo—. ¡Sí lo hacen podemos llegar a un acuerdo! ¡Nadie tiene que morir hoy!

El tiro que se escuchó a sus espaldas sorprendió a todos. Pues en segundos el policía castaño, estaba en el suelo retorciéndose mientras el pavimento se llenaba rápidamente de sangre.

Cuando el pelirrojo miró a su amigo se paralizó, mala suya, muy mala. Rosa aprovecho y le disparó en el estómago, el hombre cayó y comenzó a imitar a su compañero de trabajo.

Naranja salió detrás de un callejón con las bolsas colgadas en los hombros. Aun traía puesta su máscara de monja y se acercó apresurado a los policías. Rosa también se había acercado a ellos, ambos tenían toda la intención de ejecutar en el lugar a los dos hombres y largarse a toda maquina a la bodega.

—¡NO! —bramó Blanco—. ¡NO LOS TOQUEN!

Naranja se quitó la máscara y dejó ver a Blanco que el latino tenía exactamente la misma expresión de sospecha que Rosa. No los culpaba, esos dos hombres eran inteligentes; Blanco lo reconocía, así que no tardó mucho en entender por qué Naranja había regresado su mano al gatillo y se preparaba para apuntarle directo a la cara.

—¿Y a ti qué te importa tan de repente los jodidos policías?

Rosa también había llevado su mano a su gatillo, comenzaba a suponer ideas erróneas. Claro qué, solo Banco sabía que aquellas ideas eran erróneas. De hecho, en su interior, el de los ojos verdes aplaudió la rapidez con la que sus dos compañeros se dieron cuenta de el hecho, sin importar si era cierto o no. Aunque tampoco eran tan ágiles de mente como él. Blanco no pudo evitar preguntarse si es que Marrón y Amarillo se hubieran dado cuenta como él si estuvieran allí.

—¡Qué te enojes quiere decir que ya lo comprendiste! —exclamó Blanco, en ningún momento bajó su arma de la cabeza de Carol—. ¡Nos tendieron una puta trampa! ¡Hay un malnacido topo!

—¿¡Crees qué no nos hemos dado cuenta!? ¡Lo supe desde que los putos policías mataron a Azul!

—¡Entonces entenderás lo sospechoso que es que no quieras que matemos a estos putos! —Naranja ni siquiera disimuló, pues tenía a Blanco en la mira—. ¡¿Por qué te interesa?! ¡Te juro que no voy a dudar en matarte si lo veo necesario!

—¡Baja tu puta pistola de juguete, Naranja! ¡Bájala antes de que te vuele las nalgas! —Blanco se comenzó a molestar, como haría cualquiera con una Socom de ocho milímetros amenazando con hacerle un tercer ojo—. ¡Los policías no me importan! ¡Pero los quiero vivos!

—¿¡Por qué!?

Volvió a preguntar Rosa y Blanco gruñó irritado.

—¡POR QUÉ TENEMOS QUE SABER QUIÉN ES LA PUTA RATA! ¡QUIERO A ESOS PUTOS POLICÍAS VIVOS PARA QUE ME LO DIGAN Y VOLARLE PERSONALMENTE LOS TESTICULOS A QUIÉN SEA QUE HIZO QUE AZUL SE MURIERA! ¡ESO QUIERO!

Naranja miró los ojos de Blanco, tras un rato de silencio; uno extremadamente tenso e incómodo, bajó sus pistolas. Rosa también, salvo que él si se disculpo con su amigo.

—¿Qué hacemos entonces, capitán?

Naranja dijo.

—Ustedes tomen a esos dos policías, consigan un auto y llévenlos a la bodega.

—¿Qué hacemos con la patrulla? —Rosa dijo y miró con una ceja alzada a la rubia que Blanco tenía como rehén—. ¿Y qué hacemos con ella?

—Naranja, mete esa patrulla al callejón y déjala allí. También quítenles la ropa a los policías, amordácenlos y tápenles la boca también —ninguno de los tres se habían dando cuenta de los quejidos de dolor de aquellos dos hasta que pararon con su discusión—. Yo me encargo de ella, los veo allá.

Ambos entendieron bien a qué se refería. Rosa no pudo evitar chasquear la boca y decir escéptico.

—Sí así iban a ser las cosas, ¿entonces porqué hiciste toda ese teatro barato del policía?

Blanco rodó los ojos irritado, chasqueó la lengua tres veces y exclamó lo siguiente.

—Acércate al auto y abre la puta guantera.

El castaño hizo lo que el pelinegro le dijo, un poco apresurado y mientras que Naranja le comenzaba a quitar la ropa a los policías. Vio horrorizado el pequeño revolver escondido en la guantera, de esos que uno se ponía en los talones para emergencias.

Carol sintió escalofríos al ver como el hombre de la banda la miraba, con esa expresión fría y llena de ira silenciosa. Rosa retrocedió y fue a ayudarle a Naranja sin decir algo al respecto. Blanco empujó violentamente a la rubia y la metió al auto. Entró, se sentó en el asiento del piloto y arrancó el Tsuru hacía la calle, sin dejar nunca de apuntar a la mujer.

Al poco tiempo perdieron de vista a los dos hombres, y en mucho más tiempo, perdieron de vista todas las calles que Carol hubiese podido reconocer.

—¿Cuál es tu nombre?

La pregunta perturbó a Carol por alguna razón que nunca iba a comprender.

—... Carol.

Contestar le había costado demasiado, un esfuerzo titánico. De pronto, sentía su garganta dolorosamente tensa; como el resto de su cuerpo.

—¿Carol qué?

No sabía si era lo amable de la voz de ese hombre, el mismo que hacía unos minutos la había llamado perra mientras amenazaba con matarla, o la forma en la que se veía tan tranquilo lo que hacía tener muy mal presentimiento de lo que estaba por pasar.

—... Carol Pilgrim... Segunda.

De nuevo le costó muchísimo contestar.

—¿Segunda? Oh, eres un Jr. Yo también lo sería sino fuera porque el nombre se lo dieron a una tía —exclamó el hombre—. Mi papá tenía planeado ponerme Lynn Jr. en honor a su padre, mi abuelo. Pero mi madre creyó que usar el nombre tres veces era demasiado estúpido, así que me nombraron en honor a un ancestro de la familia.

—... ¿Cómo le pusieron al final?

La mirada de aquellos ojos verdes hicieron estremecer a Carol. No sabía si esos ojos emanaban diversión por lo común de la conversación o sorpresa porque ella, siendo prisionera, se hubiera atrevido a preguntar aquello. Carol misma no supo porqué diablos se atrevió a abrir la boca para decir semejante estupidez.

—Lynnwood Lutero Loud —al parecer el hombre no le tomó mucha importancia—. Al final es el mismo nombre pero más largo y pomposo de pronunciar.

—... ¿Lutero? —tragó saliva y espero que con seguirle la corriente no la fuese a matar—. ¿No es ejército del pueblo en Alemán?

—Irónico ¿no? Recuerdo que cuando era joven siempre me avergonzada que mi mamá explicaba el significado de mi nombre, mientras que mis amigos tenían nombres como Steve o Bob porque sus padres creían que se escuchaban bien.

—... En ese caso yo también tengo un nombre muy común. Aunque según mi madre el apellido es un tanto irregular.

El sudor frio bajaba por su cabeza en una clara señal de lo difícil que era para Carol no gritar por ayuda en ese momento. Blanco por su parte se veía aterradoramente relajado.

—Es cierto, no se ven muchos Pilgrims por el estado. Aunque cuando iba en la segundaria conocí a un Pilgrim, fuimos amigos a decir verdad —Blanco chasqueó la lengua tres veces y cambio de calle al detectar las sirenas muy detrás suyo—. Se llamaba Scott, era un chiquillo pelirrojo con acento texano. En fin, a Scott le gustaba una chica. En la escuela había un grupito de los típicos abusadores, de esos que nunca hacen nada grave. El verdadero problema era Henry Jackson, el líder de la brigada de idiotas.

»Si mal no recuerdo Henry era racista, machista, egocéntrico y narcisista; una puta amalgama de todo lo malo que podía tener una persona. Pero lo peor de Henry, era que estaba más loco que una jodida cabra. Había un rumor, el rumor de que Henry había matado a un perro y usaba su cuerpo embalsamado para cogérselo, nunca supe si era verdad. Bueno, Henry era hermano de Anne, la chica de la que Scott estaba enamorado. Entenderás que por culpa de su hermano la chica no tenía muchos amigos, pero al menos nunca nadie se atrevía a molestarla. No me preguntes como, pero Scott logro hacerse novio de Anne. Hubo unos cuantos meses de felicidad, chala la, chala la, amor, amor, amor. Pero nadie se hubiera imaginado que Henry tenía una especie de fetiche incestuoso con Anne. Claro qué no tomó bien que Scott fuera novio de su hermana. Eso le molestó, le molestó tanto como para apuñalar a Scott con una navaja sucia; corría el rumor de que le clavo el puñal unas cien veces. Henry no quedó satisfecho con eso, pues después fue con su hermana y la violó. Intentó estrangular a la perra pero justo entraron sus padres al rescate. Al final el asunto terminó con Henry en el manicomio, con Anne violada y con mi amigo muerto.

Carol hizo memoria. Ya sabía eso de antes, de hecho, mucha genere en el pueblo lo sabia; había sido un escándalo. Sucedió cuando ella iba en la secundaria, si mal no recordaba, las chicas en las pijamadas contaron historias de terror relacionadas con Henry "El Besa Hermanas" en años posteriores a la tragedia.

—... ¿P-Porqué me cuenta esto?

En su interior, Carol ya había planeado saltar del coche sin importar lo rápido que fuese si es que el hombre se le ocurría decir que iba a hacerle a ella lo que Henry "El Besa Hermanas" le hizo a aquél chico... O siendo verdaderamente pesimistas, lo que le hizo a su hermana.

—Trato de decirte que la vida es una mierda, es totalmente injusta. Voy a serte sincero, no me di cuenta de la pistola en tu guantera hasta que te tomé de rehén —Carol se sentía dudosa—. Mentí con lo de ser un policía porque no quería matarte. Tú misma lo viste. El Señor Rosa, mi compañero, iba a disparate y tomar el auto. El problema es que yo odio las muertes innecesarias. Y más cuando se trata de casos como el tuyo.

—¿Qué clase es la mía?

Había un rayo de esperanza asomándose para Carol, uno que la hacía sentirse segura de pronto. Lastima que ella no se hubiera dado cuenta de que aquello era un simple espejismo.

—Tú nunca arruinaste las cosas, hiciste lo que te pedí que hicieras cuando te las pedí. Estabas a punto de irte a tu casa y conservar la historia como algo chistoso que te ocurrió un día y ya. Estas pagándole las cuentas a otros idiotas —las manos de Blanco temblaban mientras apretaba fuertemente el manubrio del auto—. Como hace unos momentos en el banco, tú no lo viste, pero muchísima gente; gente que ahora estaría en sus casas, murieron por culpa de unos idiotas. Uno de ellos es mi compañero.

—Suena bastante molesto, señor Lynnwood.

Cada vez Carol se sentía más convencida de que aquél hombre la dejaría ir.

—Es que lo estoy, créeme Carol que yo seré el primero en mostrarle al imbécil de mi compañero que la cagó —quitó el seguro de las puertas y miró con una sonrisa a la rubia—. Mira, Carol. Yo soy una persona que valora la vida, es por eso que no mato a menos que sea absolutamente necesario. Así que por favor, sal del auto, camina lentamente hacía la calle, nunca veas hacía atrás y olvida que todo esto sucedió.

Los ojos de Carol se aguaron y comenzaron a brillar como nunca lo habían hecho en su vida. Su corazón se aceleró y le temblaban las piernas como gelatina.

—¡M-Muchísimas gracias! ¡P-P-Prometo no decir nada!

Tambaleante y con la mayor velocidad que sus piernas le permitían, Carol salió del auto y comenzó a hacer lo que el hombre le dijo.

Lynnwood por su parte cambió la sonrisa por una expresión triste, pues se sentía destrozado por dentro. Chasqueó la lengua tres veces, una manía suya que hacía cuando analizaba rápidamente que hacer en ocasiones en que las cosas se salían del plan.

Qué ilusa le había parecido aquella mujer. Qué confianza. Qué adorable...

Qué agradable.

No quería hacerlo, pero tenía qué. Nunca se dejan cabos sueltos. Si ella reportaba el auto como robado no tardarían mucho en encontrarlos. Nunca se dejan cabos sueltos. Si dejaba el auto allí y robaba otro era la misma historia. Nunca se dejan cabos sueltos. Irse caminando era completamente descartado, no duraría ni media hora en las calles. Nunca se dejan cabos sueltos. Desenfundó su revolver y le quitó el seguro con cuidado de no hacer ruido. Nunca se dejan cabos sueltos. Él no era estúpido, ni un ápice. Por algo se había tomado la libertad de decirle su nombre y su apellido. Nunca se dejan cabos sueltos. Levantó el brazo y lo extendió hacía la mujer, apuntó directo a la cabeza.

Nunca se dejan cabos sueltos.

Carol Pilgrim segunda murió pensando en lo que le diría a su prometido, con quién se iba a casar en unos meses. En su madre y su hermano, quienes seguro armarían un escándalo gigantesco por aquello. En su hija de doce años, quién lloraría en sus brazos asustada y preocupada por ella. Pero, más importante, Carol murió pensando que era libre.

...

Marrón disparó tres veces, de las tres, sólo dos balas le dieron a Víctor Huris, acabando con su vida en doce segundos exactamente.

Amarillo corría con la cara llena de sudor por los callejones de la avenida Wayne con el cuerpo de Azul sobre su espalda como una mochila de provisiones. Marrón se le unió en el maratón en unos instantes y ambos dieron vuelta hacia el norte, al norte estaban los muelles del río Eddie.

El único que no tenía puesta su máscara era Azul, bueno, Azul no tenía muchas cosas en ese momento.

Pulso, respiración y alma eran unas de esas cosas.

Giraron a la derecha y regresaron rápido al ver la patrulla. Los policías los vieron a ellos también, así que no tardó mucho en comenzar la persecución.

De nuevo se escucharon los tiros como gotas de lluvia golpeando el suelo en una tormenta, salvo que esta ves no golpeaban en el suelo. Más bien le daban a la patrulla y una, salida de la Mágnum de Amarillo, le dio al pecho de Cris Salazar. Cris era un hombre blanco de cabello café, que se iba a mudar con su novia en unas semanas. El rubio había sacado la mitad de su cuerpo por la ventanilla de la patrulla para apuntar mejor pero lo que consiguió fue caer muerto, rodar unos centímetros y ser aplastado por las llantas del vehículo.

La maldición de su compañero fue lo último que escucharon y supieron los dos ladrones, y el cadáver, sobre aquella pareja de policías.

A Marrón no le interesó saber si aquella patrulla se había detenido. Amarillo nunca supo bien si el tiro acertado al pecho del hombre había salido de una de sus pistolas o de las de Marrón. No hacía falta decir que Azul se había dado cuenta de aquello.

—Debemos... Debemos conseguir a un policía.

Amarillo gimió agotado.

—Ya lo sé, quién quiera que sea la jodida rata me las va a pagar.

—Haz fila, Marrón —Amarillo volvió al ruedo—. Cualquier hijo de perra que sea el topo puede olvidarse de sus testículos. Se los voy a volar, uno por uno.

Volvieron a correr, duraron haciéndolo unos ocho minutos. Agotados, se escondieron detrás de un contenedor de basura de color Negro; de esos grandes nunca podían faltar en un callejón sucio y con los muros llenos de grafitis obscenos hechos por adolescentes con la cabeza de abajo más grande que la de arriba. O si les iba bien, mensajes motivacionales hechos por pseudo-artistas presuntuosos.

Amarillo se quitó molesto la máscara y la arrojó con ira al suelo. Marrón le miró detenidamente el rostro, estaba rojo y empapado de sudor. Su respiración era lo doble de agitada que la de Marrón. El de los cabellos castaños se atrevió a preguntar algo que lo tenía intrigado desde salieron del banco.

—Querías mucho a Azul, ¿no es así?

Amarillo respingó e hizo un sonido muy nasal antes de responderle a Marrón.

—Azul se me pego desde que comenzamos esta mierda. Ya sabes, en el robo a la joyería hace años —Amarillo suspiró y se recargó cansado en la pared—. De el primer puto día el niño se me pegó. Él tenía, no sé, unos diecisiete, dieciséis años.

—Lo recuerdo, que raros eran esos días —Marrón hizo memoria, y de verdad, Azul parecía ver en Amarillo una especie de figura de maestro o tutor—, nadie confiaba en nadie. No creo que ninguno de los seis haya sido el topo.

—Yo tampoco, por eso quiero a un policía. Necesito saber quién y como le dijo a los cerdos sobre el golpe. Y así vengar al niño.

—Qué mierda, él era el más joven de todos nosotros. Y aun así fue el primero en morir.

—Seh... —los ojos aguados de Amarillo no le gustaron a Marrón—. Él me tenía mucha confianza, me contaba muchas cosas sobre él a pesar del código de Lincoln. Contéstame algo, ¿murió rápido o lento?

—Cayó muerto rápido, lo acribillaron.

Amarillo se limpió las lágrimas, se levantó, le agradeció a Marrón y siguió con la corrida. Marrón tardó un segundo en seguirlo.

Cinco hombres y un cadáver se dirigían ahora al la avenida Bennett, cerca del lago Eddie donde habían unos muelles. Iban a una bodega.

Era obvio qué en cuanto los cinco se reunieran iban a llover los golpes.

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Quería aclarar que las identidades de todos los Señores serán revelada al terminar el quinto capitulo de esta historia corta; el cuál será el epílogo de la historia. Eso sí, todos son hijos de Lincoln.

Sin más que decir, me despido, que la fuerza los acompañe

Los Perros De Lincoln. (Historia Corta de TLH). Donde viven las historias. Descúbrelo ahora