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Aquellos besos suaves y lentos siguieron por unos pocos minutos. Castiel mantenía una de sus manos sobre la cintura de Nathaniel, propinándole algunas suaves caricias con su pulgar mientras el rubio subía ambas manos para enredar sus dedos en el cabello del pelirrojo. Cuánto le gustaba hacer eso. Le encantaba sentir su cabello tan suave resbalar entre sus dedos, y podría hacerlo toda la vida. 

Los labios de ambos comenzaron a moverse con más insistencia, buscando aún más del otro. Aquello comenzaba a volverse cada vez más intenso, pero a ninguno de los dos les molestaba en absoluto. Ambos lo querían, lo deseaban.

Poco a poco Castiel fue dejando caer su cuerpo sobre el de su prometido, con sumo cuidado de no dejar todo su peso sobre él. Sabía lo frágil que Nathaniel era y no quería aplastarlo. El rubio se dejó llevar por completo entre los brazos de quien, pronto, sería su esposo.

Ninguno decía una sola palabra, y es que ni siquiera eran necesarias. Aquellos besos, aquellas caricias, eran más que suficientes para que se sintiera todo el amor que se tenían el uno por el otro. Las palabras sobraban en ese momento, y era algo que a ambos les gustaba.

Las prendas fueron amontonándose en el suelo de la habitación. Sus cuerpos irradiaban calor al extremo, deseo, pasión. Se necesitaban el uno al otro de una vez. La desesperación comenzaba a salir a flote, y a su vez el temor de Nathaniel.

No era la primera vez que estaban de aquella manera. A lo largo de toda su relación habían hecho el amor varias veces, pero el rubio no podía evitar sentir ese temor. Como si fuese, todo el tiempo, su primera vez.

Las ropas no fueron un estorbo cuando estuvieron en el suelo, cuando ya no quedaba ni una sola sobre los cuerpos de los dos. Castiel observaba a Nathaniel, con suma atención, con mucho deseo, como si fuese a comerlo vivo en aquél preciso instante. Y sospechaba que eso tenía en mente. Sin embargo los ojos de Nathaniel podían transmitirle ese temor, y Castiel lo sabía. Así que, como cada vez que se encontraban en la cama, comenzó por brindarle unas leves caricias en su cuerpo, recorriendo el mismo con la yema de sus dedos.

— Todo está bien —susurró Castiel, con su mirada fija en el rostro del rubio, apreciando cada detalle del mismo como si fuese la primera vez que lo miraba. Como si, por primera vez, se diera cuenta de que realmente parecía un ángel.

— Lo sé, Castiel. Contigo todo está bien siempre —Nathaniel le dedicó una sincera sonrisa. Una sonrisa llena de amor, que Castiel había visto varias veces y siempre lograban hacer que su corazón latiera con rapidez, como si fuese a salirse de su pecho.

Aquella noche ambos se dieron cuenta, de verdad, de que estaban con la persona correcta. De que, quizá, si era posible terminar amando a quién siempre dijiste odiar. O probablemente Castiel era una excepción.

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