4. Un milagro

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Los gallos anunciaron el amanecer, y con él, el inicio de la jornada en el convento. Un día más, Alba se revolvió perezosa entre las sábanas. Se frotó los ojos rabiosa al recordar lo poco que había dormido, pues el llanto le había ganado la partida. El desconcierto de aquel beso furtivo la habían desvelado, y aún seguía rondando por su mente inocente. ¿Por qué habría hecho eso?

Para Natalia no fue como cualquier mañana. Se despertó avergonzada, completamente sonrojada. La culpa le aprisionaba el pecho en forma de angustia. Sentía que le faltaba el aire. Se mojó la cara en la pila del baño, y solo se echó un rápido vistazo en el espejo. No pudo verse. La simple idea de sentir su existencia le pesaba en el alma. Jamás en la vida había cometido un solo error, hasta aquella noche. Arrastró su ansiedad por los pasillos de piedra hasta llegar a la capilla. Había sido la primera monja en aparecer, y aprovechó esos segundos de margen para acomodar sus rodillas y enlazar sus manos. Cerró los ojos y apoyó su frente en la unión de sus dedos, comenzando a rezar de manera frenética y sentida. El resto de hermanas fueron sumándose a la oración, incluso Alba, que miró en la distancia a aquella mujer atormentada. Se puso lo más lejos que pudo, y trató de no volver a posar su vista en ella.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó la abadesa a Natalia, que balbuceaba el Credo a toda velocidad sin parase a vocalizar. Una lágrima resbalaba por su rostro, cayendo a cámara lenta por su mejilla.

—Sí, madre superiora—le contestó ella—. Solo me duele un poco la cabeza. —Noemí, el cargo más alto del lugar, posó su mano en el hombro de la joven mientras el resto de hermanas se retiraba tras el sonido de la campana.

—Acompáñeme, Sor Natalia. Voy a darle unas hierbas medicinales que acabarán con sus males.

Ambas caminaron juntas hasta el herbolario, que se encontraba vacío en ese instante. La morena nunca había estado ahí, pues carecía de conocimientos en ese campo. La maravillaron los distintos tipos de cultivo y los aparatos de bronce que por allí se amontonaban.

—Fascinante—murmuró. Noemí sonrió al notar el interés de la chica. Le tendió las hierbas, y Natalia las aceptó sin discutir. No podía negarse a la madre superiora.

—Hacía mucho que no hablábamos, ¿cómo está? —le preguntó. Ella casi se rompe al oírla, pero se mantuvo fuerte. No podía confesarle tal pecado, pero si podía desviar el tema hacia otro asunto no muy lejano.

—Muy bien, madre—hizo una pausa—. La novicia nueva es un encanto... —fingió que trataba de recordar su nombre—. ¡Alba!

—Lo sé. Creo que es un ángel que el señor nos ha enviado—dijo, abriendo los brazos hacia el cielo—. Me alegra que os hayáis conocido, esa niña solo puede traeros cosas buenas.

Natalia se ruborizó pensando en el beso. Quizás Dios se la había mandado para enseñarla a sonreír, y para recordarle la importancia de sentirse contenta y feliz. Quizás era una señal, un regalo divino por su dedicación al cristianismo durante tantos años. Sintió consuelo al pensarlo.

Alba andaba con cuidado por las esquinas del convento. Del brazo del silencio, miraba en los pasillos antes de lanzarse a ellos. Elaboró las tareas encomendadas sin perder de vista las puertas y rincones por los que podría aparecer Natalia en cualquier momento y abordarla para hablar del tema, o peor, para besarla de nuevo. Su piel se erizó al recordar su boca en la suya.

En el patio jugueteaban un par de palomas que parecían comunicarse sin hablar. Saltaban juntas de un lado a otro, echaban un vuelo, y volvían sin separarse al hilo de metal del tendedero. Natalia las contemplaba impasible tras horas de llanto y autocastigo. La monja deseó ser tan libre como esas aves. Tener la capacidad de volar, o de no tener conciencia, evitando los problemas y los sentimientos. La idea se esfumó de su mente al acordarse de Alba y de que no había conseguido verla en aquel extraño miércoles. Había dedicado tanto tiempo a sentirse culpable por el desliz ocurrido en su cama que se había olvidado por completo de ella. Debo darle alguna explicación.

Alba vio de reojo cómo la morena la había visto de lejos. Aceleró el paso, abriendo sus ojos asustada. Corre, corre, corre.

—¡Hermana! —gritó Natalia. Medio pasillo se giró, como era de esperar—. ¡Hermana Alba!

La rubia, al dar esquinazo, comenzó a correr hasta su celda, el único lugar en el que podía sentirse a salvo. Se abrazó a sí misma, rogándose calma y tranquilidad. Es una monja, no va a hacerte nada.

¡Alba! —La voz de Natalia sonó tras la puerta, seguido de un par de golpes. La novicia tembló, sin saber muy bien si dejarla pasar o hacerse la ausente. Finalmente, decidió abrirle—. Quería hablar con usted... ¿Podemos sentarnos? —preguntó, señalando a la cama y cerrando. La novicia asintió con un miedo que le sacudía todo el cuerpo. Se sentaron en el borde, un poco giradas para mirarse. Natalia intentó agarrar el muslo de la monja para transmitirle seguridad, pero ella lo apartó. A la monja más experimentada le dolió el rechazo—. No sé qué pasó ayer. No sé por qué la besé, fue un impulso.

—Está bien, la perdono—contestó ella.

—¿Le molestó? —quiso saber. La rubia se sonrojó.

—No... me asusté—confesó, admitiendo ante Natalia y sí misma lo que había estado negando desde aquel instante.

—Lo he estado pensando... —suspiró Natalia—. Yo juré que no me entregaría al placer individual, ni le concedería este a un hombre. Y el más importante, todo mi amor va para el todopoderoso. Pero, ¿qué fue ese beso? —la miró de reojo, tratando de reflexionar—. ¿Fue amor, fue placer? Y si solo fue cariño, un gracias eufórico. Alba, me habéis devuelto lo que creía perdido, mi felicidad, mi yo, mi sonrisa. Y vos sois una monja, ¡una mujer!

—¿No hay reglas sobre esto? —quiso saber, escondiendo su mirada cada vez más—. No sé a dónde quiere llegar, hermana.

—¡Yo tampoco! —exclamó confundida. Natalia no tenía respuestas, solo preguntas. Un enredo de dudas y sentimientos encontrados tronaron como una tormenta de verano en la cabeza de la novicia. Se sintió perdida en un silencio incómodo que parecía desesperar a ambas. La monja intentó calmarla al ver una llama de indecisión en sus ojos grandes y brillantes, acariciando su mano con una sutileza y sensibilidad arrolladoras. Alba la miró con el gesto descompuesto, aquel roce pequeño había declarado un incendio en ella, y se lanzó a la boca de la otra, atrapando su labio inferior con la seguridad que le había faltado ese día. Natalia apretó su mano del susto, haciendo que sus dedos se encajaran por completo. Esta vez sintieron algo diferente. La sorpresa y el desconcierto se habían convertido en un cosquilleo, un mareo cegador, y un deseo inexplicable e incomprensible que les pedía más. La más mayor entreabrió un poco su boca, y una lengua con vida propia se asomó por ese hueco. Alba no fue consciente de ello hasta que notó que su músculo más movible no estaba donde debía estar. Se sonrojó. Natalia presenció ese nuevo inquilino en su boca, y lo quiso saludar con un contacto efímero. Esa voz interior que gritaba y pedía guerra las empujó de nuevo, abriendo sus bocas que buscaban y encontraban un abrazo más intenso de sus lenguas. El jugoso beso se volvió apasionado, y esa humedad que la había llevado a pecar volvió a aparecer en Natalia. Al notarla, se separó por completo de la muchacha.

—¿Está bien? —preguntó Alba preocupada, agarrándola del brazo. Ella no contestó, se quedó perpleja con la mirada perdida y la temperatura por las nubes—. Hermana... ¡dígame algo!

—No sé si sois un milagro—titubeó. Y a su frase añadió otra mentalmente: o un demonio. 

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora