5. En el filo del infierno

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El silencio nunca estuvo tan presente. Bailaba feliz por los pasillos y habitaciones del convento, acostumbrándose a esa repentina paz que le habían otorgado durante una semana. Alba y Natalia no volvieron a hablar desde su segundo beso, acabando con todos los ruidos del lugar. La más absoluta calma lo había llenado todo con su serenidad. Sin embargo, en el interior de ambas reinaba un tormento ensordecedor, inapagable, incontrolable.

La novicia rezaba en la primera fila, mientras que la morena lo hacía en la última. Seguían tan esquivas como los días anteriores. Alba se giró, clavando la mirada en la de Natalia. Esta última apartó rápidamente la vista, mientras que la otra suspiraba por el rechazo sin dejar de observarla. Rendida, siguió con su Ave María. Se sentía rara, como si le faltara algo. No quería reconocerlo, pero echaba mucho de menos a esa monja que tan bien la trató el día en que llegó al convento. La recordó en el patio donde la enseñó a sonreír, escapándosele una sonrisa tímida.

—¿Qué le hace tanta gracia, hermana? —le preguntó una monja cercana—. Dios nos libre de esta juventud... estáis todos distraídos—escupió, colocándose en la banca de detrás. La chica tiritó por el comentario y el maleducado gesto, sintiendo de nuevo la culpa sobre sus hombros. Se regañó repetidas veces, pidiéndose que se concentrara de una vez en la fe que debía demostrar. No pueden descubrir que mi verdadera vocación es la de tener techo y comida.

Natalia despejaba su mente de todo tipo de miedos y sentimientos tarareando su canto gregoriano favorito mientras se disponía a hacer el pan. Se arremangó el hábito y se empapó las manos en harina. En ese momento, Sor Alba entró en la cocina con la excusa de su sed.

—Ah, pasa, pasa—reaccionó a los segundos Natalia, pues entre que la había estado evitando, y que la había pillado canturreando, los nervios habían instaurado una auténtica fiesta en su interior.

—Canta muy bien—sonrió, bebiendo del cántaro—. Debería hacer algún solo.

—No exagere, hermana—se sonrojó ella, sin llegar a mirarla a la cara.

—¿Cómo está? Hace mucho que no la veo...—mintió. Había estado muy pendiente de ella.

—Bueno, ya sabe, aquí siempre hay trabajo... —balbuceó en una de sus primeras mentiras. Sus padres y la formación eclesiástica la habían convertido en una persona honesta y sincera, siempre dispuesta a decir solo y exclusivamente la verdad. Asumía las consecuencias y pedía perdón en caso de errores, pero jamás trataba de maquillarlos. Alba dio un par de pasos hacia la monja, y esta daba otros tantos alejándose. La chica se percató, dejando ver una mueca de extrañeza—. ¡Voy a mancharla! —volvió a mentir. Esta vez le salió mejor, más convincente y creíble. Al fin y al cabo, es cosa de práctica.

—No se preocupe, estoy de barro hasta las cejas—rio ella. Natalia se fijó en sus zapatos y en la parte más baja del hábito para comprobarlo—. ¿Puedo mirar cómo lo haces? Me gustaría aprender bien.

—Sí... —contestó conteniendo la respiración. El olor dulce de la novicia comenzaba a acariciarle su olfato, desatando esa ansia por besarla que llevaba toda la semana tratando de apagar. Alba se puso de puntillas para mirar desde más altura la forma en que los brazos de Natalia se contraían y estiraban para dar forma al pan.

—¿Por qué ya no habla conmigo? —quiso saber. Era su propósito desde que entró por la puerta, pero por su manera inocente de preguntarlo parecía que fuera algo improvisado.

—Eh... yo... —Nat comenzó a temblar. No quería decirle la verdad. Explicarle por qué huía de ella, por qué no podían estar cerca. Alba agarró su brazo para acariciarlo con su habitual ternura, pero la monja chilló. Tanto la sobrecogió, que la novicia gritó con ella. Y de nuevo Natalia, y de nuevo la rubia.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora