2. Amasándote

2.1K 175 33
                                    

Entregada al silencio, Alba se preguntaba por qué la monja con la que parecía tener más confianza no paraba de esquivarla. La veía inmensa en su rezo matutino, aunque la notaba más tensa que nunca. La idea de preguntarle qué le pasaba se le agolpaba sin dejarla terminar el Credo.

-Para ya, Alba-se dijo mentalmente. Las hermanas comenzaron a levantarse a la vez, y eso atrajo su atención. Corrió sin pensarlo hacia la mujer de ojos oscuros y piel tersa-. La abadesa me dijo que hoy cocinaríamos juntas.

-¿Vos... y yo? -preguntó temblorosa, perdiendo la tensión que había logrado mantener durante la primera hora del día. El asalto sorpresa la dejó atontada-. Vale. ¿Vamos?

-Claro-sonrió como solía hacerlo: sin reparos y con verdad. A Natalia se le revolvió el estómago-. ¿Sabéis hacer pan?

-Si no supiese hacer pan no podría llamarme Sor Natalia-bromeó, consiguiendo ver de nuevo aquellos dientes asomar mientras sus labios formaban una media luna perfecta-. La elaboración del pan es una de las primeras tareas que toda buena monja debe aprender.

La rubia asintió y comprendió lo que Natalia quería decirle. Fueron juntas hasta la cocina, donde un enorme horno de leña sorprendió a la joven novicia, que aún no había estado en aquella amplia y clásica estancia. Natalia le preguntó si estaba lista para empezar, y ella asintió con el gesto cargado de inseguridad. No sabía ni por dónde empezar. Se arremangó el hábito blanco por los brazos, dejando ver su piel lisa y cuidada. Ambas se lavaron las manos y se pusieron a mezclar la masa.

-Parece una tarea divertida-dijo Alba, con las manos pringadas por la mezcla de los distintos cereales. Intentó separar sus dedos, pero se les habían quedado totalmente pegados. Natalia la miró con ternura. Cómo alguien podía estar tan feliz haciendo aquella mecánica y agotadora labor. Sin embargo, el espíritu feliz y despreocupado de aquella joven terminaron por animarla hasta desplegar sus comisuras de nuevo. Le sentaba bien, se sentía realmente bien.

-¿Queréis que os ayude? -le preguntó, abatida de ver el agotador e inútil movimiento con el que la rubia trataba de deshacerse de la pringue. El rostro de Natalia se llenó de vida al esbozar una tímida sonrisa. Las comisuras de sus labios empezaban a acostumbrarse a ese sutil movimiento que hacía tiempo había olvidado.

-Os lo agradecería, hermana-rio-apenas puedo librarme de esta... cosa pringosa-Natalia empapó sus dedos en aceite y se deshizo con increíble soltura de la masa que atrapaba sus manos. Después hizo lo propio con las manos de la novicia. Alba se quedó asombrada viendo cómo el aceite se deslizaba con sutileza entre sus dedos y los de Natalia. El cuidado con el que la monja más veterana retiraba la masa la hacía estremecerse por instantes. Sus dos manos fueron deshaciéndose de la viscosidad de la masa hasta convertirse en caricias inevitables e inocentes. Sus manos se encontraban una y otra vez, nadando en un mar de aceite en el que no cabía el aire. Una de las manos de Natalia se encajó como un puzle en la de Alba, mientras que la otra la usó para envolver la unión de ambas como si de un techo se tratase-. Creo que ya... -interrumpió la escena una sonrojada Alba al verse atrapada por completo en aquel abrigo de piel y aceite.

-Eh... sí-Natalia se ruborizó. Parpadeó, y reaccionó. Tardó más tiempo del que le hubiera gustado. Cada segundo intentando desenredar aquel embrollo la hizo sentir torpe y estúpida. Logró finalmente separarse, aunque la sensación suave de las manos de la novicia se le había quedado clavada en las palmas. Sacudió su cabeza para despertar-. Como nueva-sonrió, disimulando.

Terminaron la tarea con el silencio sentado a su lado, feliz, cómodo. El calor del horno no ayudaba a bajar la rojez de sus caras, aún sorprendidas por el rubor que las caricias les habían provocado. Natalia miraba de reojo a la rubia. Sus movimientos de primeriza la hacían reír, y eso le gustaba. Consiguió relajarse por completo, y el silencio se volvió a sentir amenazado, escapando por las rendijas del convento en un abrir y cerrar de ojos al ver cómo la boca de Natalia comenzaba a tomar aire.

-¡¿Qué hacéis?! -le gritó-¡Vais a quemaros!

-Yo... -Alba soltó el pan crudo del susto-Oh, no.

-¡Tenéis que usar protección! Mire, hermana-Natalia recogió el pan y lo limpió con un trapo. Alba miraba entusiasmada cómo lo hacía. Luego, se sirvió de ese mismo paño para colocarlo en una bandeja de madera-. Y ahora... se introduce al horno...

Natalia hizo una mueca que desconcertó a Alba. Deshizo sus movimientos hasta colocar el pan crudo en el lugar donde lo habían amasado.

-¿Qué ocurre, hermana? -le preguntó la novicia sin entender cuál era el problema.

-Tenemos que hablar con la abadesa... Creo que el horno no está para bollos.

-¿Y eso?

-Debería estar más caliente-afirmó-. Yo me ocupo, no se preocupe-le sonrió plácidamente. Alba se quedó en la cocina sin saber muy bien qué hacer. Miró a su alrededor, observando la gran cantidad de utensilios que había y que no tenía ni remota idea de cómo usarlos. Sus ojos se clavaron en la masa, y no pudo resistirse. Recordando las palabras de Natalia sobre la importancia de hacer pan, se metió de lleno en el barreño y comenzó a amasar como si llevara años haciéndolo.

Sor Natalia se encontraba acicalándose en el baño. Se miró al espejo mientras se peinaba el cabello antes de dormir. Había algo nuevo en su rostro. Aún no sabía lo que era, pero le gustaba. Notó que sus comisuras estaban más vivas, giradas con sutileza hacia arriba, en lugar de rectas y cortantes. De pronto soltó una carcajada. Se asustó al verse reír con aquellas ganas, pero volvió a hacerlo. Pasó largo y tendido en ese bucle. Se veía guapa, se veía feliz. ¿Seré esa?, se preguntó, mirándose ensimismada.

Mientras tanto, Alba se refugiaba bajo la almohada. No quería seguir oyendo los truenos de la noche. Cerró los ojos con fuerza, intentando olvidar lo que pasaba en el exterior. La tormenta de aquella noche la tenía muy nerviosa, a ella y al silencio, que también se había escondido. De pronto se acordó de cuando era pequeña y su padre le decía que pensara en cosas bonitas para ahuyentar al miedo. Se vio con 5 años jugando despreocupada en el río, y se calmó, soltando lentamente la almohada. Y de golpe, sin saber por qué, se vio de nuevo envuelta en la masa pringosa de la mañana, y en unos dedos largos y finos que la acariciaban con una delicadeza que desconocía que pudiera existir. El recuerdo le golpeó el estómago, volviendo a agarrar con firmeza la almohada. El recuerdo fue tan fuerte que pudo sentir la calidez de las manos de Natalia en las suyas, y cómo sus cachetes se teñían de un rojo intenso que no podía llegar a ver. Tembló aterrada, no por la tormenta que empapaba la ciudad, sino por la que acababa de tronar en su interior.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora