Epílogo 4: #LaInquisición

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No conocíamos la maldad,

Hasta aquel día.

Escrituras de la apóstol María, #LaInquisición

Diciembre del año 0

Una multitud de hábitos rojos se hacía paso entre caminos de tierra hacia el pueblo. No sabían a dónde ir, por lo que murmuraban inquietas y desubicadas, cada una haciéndose a su arma. Sor Paquita hacía amagos de clavar aquel cincel a la altura de lo que sería el corazón, mientras que Sor Mercedes se golpeaba la palma de su mano una y otra vez con un mortero. Julia y María encabezaban aquel grupo de violentas monjas dispuestas a abandonar su bondad por defender a sus diosas.

—Deberíamos dividirnos, hermana. Podríamos tardar días en encontrarlas...—opinó la rubia, que se había decantado por el hacha con el que cortaban la leña para el horno.

—No creo que sea buena idea. Separarnos es también dividir nuestras fuerzas... Y no es por nada, hermana, pero nosotras de lucha no creo que vayamos sobradas...

—Ya, Sor Julita, ya—suspiró—. ¿Qué habéis traído vos?

—Una cacerola.

—¿Una cacerola? —se mofó—. ¿Por si tienen hambre?

—No, lela. Esto es para hacer así—demostró, agitando el utensilio con dureza mientras se mordía la lengua. María se hizo a un lado, asustada por la impresionante fuerza con la que Julia lo movió en el aire. No le apetecía probarlo, la verdad. Confiaría en que funcionase.

Paredes y suelos de piedra, ventanas minúsculas por las que se colaban haces de luz perfectamente perceptibles. Un lúgubre lugar que también se iluminaba con candelabros cada cinco metros, ya que los rayos que entraban no eran suficientes para una sala tan grande como aquella. El ambiente de ese espacio estaba cargado, como casi siempre. Aunque esta vez no había ni una sola banca libre y el silencio brillaba por su ausencia. No era para menos. Un juicio tan escandaloso como aquel tenía al pueblo revuelto.

Al fondo de la sala, ocho escalones conducían a una zona más elevada, una especie de altar construido con la misma piedra que el suelo. Allí era donde una mesa robusta y sin decorar servía de apoyo a los tres inquisidores, hombres de longeva edad y túnicas negras. Frente a este y de espaldas al agitado público, Alba y Natalia esperaban el inicio de su juicio arrodilladas en el escalón más alto. Vestían las típicas y burlescas prendas con las que ataviaban a los reos: unas túnicas muy anchas y mal cosidas junto a un capirote de proporciones exageradas. Estaban muy separadas, pero cada vez que se miraban de reojo se sentían a centímetros. La una con la otra. Los ojos de Natalia lucían llorosos, casi cristalinos. Aún no comprendía la maldad, aquel arresto, su pecado. Alba, sin embargo, parecía furiosa. Lejos de sentir el miedo, el cual le había acompañado toda su vida, la joven mantenía el rostro duro y la respiración estable. No pensaba dejar que le hicieran nada a su bebé.

—¡Silencio! —gritó el juez más centrado, quien tenía una larga barba y el pelo en forma de casco con una pequeña calva en el medio. El pueblo dejó de murmurar ante la imposición—. Que salga el acusador.

—Aquí me hallo, santo juzgado de la Inquisición. Soy Tinet—se presentó una vez que subió las escaleras, pasando por el medio de Alba y Natalia sin mirarlas.

—Tinet... ¿El nombrado santo por el papa Pío Pío? —preguntó el de la derecha, entrelazando sus manos sobre la mesa.

—El mismo—asintió—. Fui canonizado en vida por el pontífice cuando obré el milagro de la muda del rey—dijo orgulloso, haciendo que la muchedumbre volviera a agitarse. Natalia frunció el ceño. Conocía esa historia, Noemí se la había enseñado durante su estancia en el convento. Tinet, a través de una larga terapia basada en oraciones consiguió hacer que la bufona del rey, quien también era su mejor amante, recuperase la voz con la que divertía al monarca y que había perdido repentinamente. Por lo que, el santísimo papa Pío Pío lo nombró santo por capricho del rey.

Amén - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora