El reloj de bolsillo

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Cuando era un niño, no había nada que comer. Yo era el mayor de cinco hermanos, así que era mi deber asegurarme de dejar que mis hermanos y hermanas comieran antes que yo. La guerra estaba avanzando lentamente desde la costa, y a medida que se estrechaba, nuestra comida se escaseaba. Los animales huían del área o eran sacrificados y consumidos debido al pánico de las demás familias en nuestra villa.

Madre era una mujer sabia y precavida, así que esperamos hasta el otoño para sacrificar nuestras dos gallinas, cuando la grama y la corteza de los árboles se había vuelto muy difícil de encontrar o incomestibles. Las demás familias sabían que teníamos gallinas, y madre se quedaba despierta toda la noche, cada noche, para cuidarlas. Cuando las gallinas no eran más que huesos, y los huesos se habían vuelto quebradizos y porosos por las muchas sopas de madre, ella nos mandó a mí y a dos de mis hermanos a recolectar insectos y ratones de campo para la cena. Estábamos hambrientos, pero no del todo famélicos, hasta una mañana que nos levantamos ante la primera nevada y ya no quedaba nada con vida para comer. Madre comenzó a considerar lo inevitable: quizá debía ir a la costa y venderle el reloj de bolsillo de su padre a uno de los soldados ebrios pero bien remunerados. Era la única cosa valiosa que nos quedaba y la única reliquia de la familia que madre me podía heredar.

Yo no quería que se fuera. Tenía miedo de que la guerra nos alcanzara mientras ella no estaba, y era demasiado joven y demasiado débil como para proteger a mis hermanos menores. Le rogué que se quedara, pero insistió en que todo estaría bien y prometió volver antes de que la semana terminara. Tenía mucho miedo, y cuando madre estaba afuera preparando su bolsa, aplasté el reloj de bolsillo bajo mi zapato y lo coloqué devuelta en el escritorio medio podrido.

Madre lloró por días. Mis hermanos hicieron su mejor esfuerzo por reconfortarla mientras la veía pelando el cuero de sus botas para hervirlo como cena. La noche siguiente, madre encontró una rata muerta e hirvió la enfermedad usando la nieve virgen de la noche anterior. Y el día siguiente llenó nuestras barrigas con huesos de rata y más nieve derretida.

Mi hermanito pequeño, Albert, nos mantuvo a todos despiertos esa noche llorando por su hambre. Rogaba por todas las cosas que solíamos comer cuando teníamos cosechas y animales —estofado de carne, panecillos blancos, maíz suculento y cordero condimentado—. Hizo que todos nuestros estómagos gruñeran y nos torturaran, y terminé pidiéndole que guardara silencio mientras madre sollozaba desde su habitación.

Acaricié el cabello de Albert por horas. Él se quejó hasta que la luz tenue del amanecer se coló por nuestras cortinas andrajosas. Podía escuchar a madre en su habitación retocando el reloj. El hambre había desgastado mi miedo a los soldados desde hace mucho, y recé silenciosamente que lograra repararlo.

Madre trabajó en el reloj de bolsillo durante todo el día y hasta la noche. Selia había encontrado grillos muertos en las paredes de una pastelería abandonada, y mientras los comíamos, madre emergió de su habitación. La sonrisa en su rostro fue una que casi había olvidado, pues no la había visto desde el día en que nació mi hermana. Nos dijo que había reparado el reloj de nuestro abuelo y que había oído de un campamento de soldados que estaba cerca. «Tres días», nos prometió. «Tres días, ¡y regresaré con zanahorias, cordero y panes tan grandes que llenarán sus barrigas por todo un año!».

Aplaudimos de la alegría y corrimos por nuestro pequeño y sucio patio con un regocijo que parecía ser un lenguaje extranjero para nosotros. Madre dijo que todos debían ayudarme a buscar cosas hermosas con las cuales decorar la mesa del comedor. La mañana siguiente, nos dio a todos un pedazo de caucho de la suela de sus zapatos para que lo masticáramos, y nos mandó en nuestra misión después de habernos dado un beso de despedida y de haber prometido que regresaría antes de que recordáramos que se había ido.

Nos divertimos mucho ese día recolectando herraduras y piezas de vidrio roto. Enroscamos pedazos de cordel a través de las cerraduras para colgarlas encima de la mesa y amarramos el vidrio a las puntas, esperando que destellaran bajo la luz de la lámpara. Regresamos a casa mientras el sol se ponía, felices con el trabajo de nuestro día y ansiosos por retomarlo la mañana siguiente.

Aún estábamos cerca de la casa cuando lo olí por primera vez: cebollas, caldo de pollo, cordero condimentado, ¡e incluso caramelos! Corrí tan rápido como pude, lanzando al suelo nuestras decoraciones de mesa en mi búsqueda desesperada de comida. Irrumpí por la puerta de entrada y encontré a madre en la estufa, preparando nuestra cena con una veneración silenciosa. Le extendí mis brazos y su sonrisa me dio a entender que había tenido éxito.

La abracé con más fuerza y me senté en la mesa mientras mis hermanos y hermanas llegaban por la entrada. Se sentaron en sus lugares rápidamente, con miradas hambrientas y expectantes en sus rostros mientras madre traía una bandeja humeante de cordero condimentado. Nos asintió con la cabeza y nosotros llenamos nuestras manos con la carne nutritiva sin siquiera prestarle atención a nuestros platos.

Después de la cena, nos mandó a la cama con nuestras barrigas llenas, prácticamente sin haber dicho una palabra desde que la cena fue servida. Comimos nuestra ración la noche siguiente, y luego la siguiente y la siguiente. Pero a medida que nuestras reservas de alimentos comenzaron a menguar, pasaba lo mismo con la salud de madre. Cada día nuevo la desgastaba más, hasta que mis hermanos y yo quedamos peleando por sobras de carne cruda mientras madre yacía débil y marchita en su alcoba.

La primera noche que volví a pasar sin comida fue la noche que el éter feliz y brumoso comenzó a alzarse y mis recuerdos de los días anteriores se tornaron confusos.

Recordaba que el cordero condimentado que había comido con tanta ferocidad en realidad había estado enfermizamente dulce, y que los acompañamientos que había olido desde la distancia nunca fueron parte del festín.

No podía recordar que madre hubiera comido algo en todos los días desde su regreso; en vez de ello, se quedaba sentada junto a nosotros en la mesa, en silencio, contemplando la pila de carne gris que consumíamos con tanto fervor.

Atemorizado y hambriento, no pude dormir hasta las horas más oscuras de la noche. La mañana siguiente, cuando madre emergió de su habitación, le pregunté qué había sido del reloj de mi abuelo, y me dijo que se lo había vendido a un mercader adinerado que estuvo encantado de comprárselo. Luego nos mandó a pelar corteza de los arbustos del bosque.

Quizá la razón por la que no comprendí lo que había pasado en ese entonces fue porque era demasiado horrible como para ser considerado, y tenía demasiada, demasiada hambre. Pero madre murió hace unos días, y, en la muerte, me encomendó la verdad. De su inventario de míseras posesiones, heredé una pequeña caja que no contenía nada más que un reloj de bolsillo roto y brillante.

Quizá madre quería que lo recordara todo: la única esperanza de nuestra supervivencia que yo había aplastado bajo mi talón. Su último beso amoroso antes de que nos mandara a recolectar decoraciones para el festín. La carne gris excesivamente condimentada. Y el olor rancio que había comenzado a flotar por debajo de la puerta de su alcoba, volviéndose más punzante con cada día.

Madre sacrificó más por su familia de lo que la mayoría se atrevería. Solía lamentarme con que no tendría nada con lo cual recordarla. Ninguna reliquia de la familia que pudiera legarle a mis propios hijos.

Pero ahora tengo su reloj de bolsillo, algo que no le puedo dar a mis hijos. No porque el vidrio esté roto. No porque los engranajes estén desencajados.

No puedo desprenderme del reloj porque es una maldición que debo soportar... Pues el metal brillante y torcido nunca perdió el olor enfermizo de esa carne dulce y grisácea.

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