Este sujeto no dejó de reír por diez años

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Comía riendo. Cagaba riendo. Hasta dormía, aunque intermitentemente, despertando más o menos cada hora para reír.

En el caso de algunos de mis colegas, él era la única parte entretenida de sus días, pero a mí me aterrorizaba.

Esto probablemente se debía a que yo era el nuevo, el técnico psiquiátrico novato que aún creía que podía marcar la diferencia. La mayoría de los técnicos psiquiátricos perdían su barómetro de compasión después de un tiempo, y al final un paciente que pasa cada minuto del día riendo ya no es perturbador porque te parece inofensivo.

También me aterraba porque, por alguna razón inexplicable, había algo que me parecía familiar de él.

Hasta este día, mi familia aún no entiende exactamente de qué trata mi rol como técnico psiquiátrico. Es simple: evitar que los locos maten a otros o a sí mismo. ¿Pero qué es lo que hacía todo el día? Pues, a veces me sentaba en una silla observando a algunos desquiciados pasar recostados en la cama de una habitación pequeña, y si se agitaban, le pondría seguro a la puerta. A veces, dirigía la hora artística y pintábamos o trabajábamos con papel maché. A veces, colocaba un video de yoga para la hora de ejercicio, y a veces inmovilizaba a psicóticos maniáticos para que mis colegas pudieran colocarles las ataduras y que la enfermera pudiera inyectar los dos miligramos de Lorazepam.

Nunca me acostumbré a ello, pero me seguía importando, y por esa razón que solo duré un año. El hombre riente me sacó a risas de ese pabellón de casos agudos.

Permítanme explicar esto: no hay mucho que sea gracioso sobre la enfermedad mental, y no es mi intención ser insensible o frívolo acerca de la psicosis, y de cómo puede destruir al individuo y su familia. Pero para mis colegas, o al menos para muchos de ellos, a eso se reducían estos pacientes: psicóticos, locos, maniáticos.

Traté de verlos como personas, pues lo son, y su enfermedad no es lo único que los define. Pero en el pabellón de casos agudos, su enfermedad se encuentra en pleno apogeo, y es el único lado que los técnicos psiquiátricos como yo podemos ver. En su mayoría, eran pacientes bipolares en la cumbre de su fase maníaca, o esquizofrénicos teniendo un colapso mental.

El sujeto riente, a quien llamaré Aaron, era un esquizofrénico de cincuenta y pocos años, con una forma atípica de catatonía. La mayoría de los esquizofrénicos catatónicos permanecen sentados e inmóviles, viendo a la nada por días sin comer o dormir. Recuerdo un paciente de ahí que se quedaba parado en el centro de una habitación conservando una postura imposible por muchos días. Cuando su catatonía subsidía, el paciente explicaba que, durante esos momentos de parálisis, creía plenamente que el mundo iba a terminar si se movía. Pero en el caso de Aaron, según me explicó su psiquiatra, algunos catatónicos no se quedan inmóviles, sino que perpetúan movimientos o acciones repetitivas y sin propósito, y la expresión catatónica de Aaron era reírse sin parar.

Aaron había estado entrando y saliendo del pabellón psiquiátrico por años, alternando entre el hospital psiquiátrico estatal y el hospital local, pues había algunas estipulaciones «legales» que no le permitían quedarse a largo plazo en un solo centro. (Más adelante descubrí que se debía a que ningún centro podía aguantar su risa por más de unos meses).

Cuando empecé mi trabajo, Aaron ya había pasado en ese pabellón psiquiátrico por más de tres meses, pero, según los técnicos psiquiátricos más veteranos, se había estado riendo de esa forma por diez años.

Como mencioné, a la mayoría de los técnicos psiquiátricos les parecía entretenido, y más de una vez vi a uno de los técnicos poniendo su brazo alrededor de Aaron, riéndose con él, burlándose de la manera en que su risa aguda, casi chirriante, ahogaba nerviosamente cualquier otra conversación en la habitación. Pero Aaron no les hacía caso cuando hacían eso. Sus ojos miraban directamente a través de cualquiera que lo viera, y no dejaba de dar vueltas cuando un técnico trataba de agarrarlo, como si hubiese un motor dentro de él que nunca se apagaba.

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