Inhumano

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Un empleado meneó su identificación enfrente del lector de tarjetas inteligente. Ding, «¡Que tenga un buen día!», pronunció la voz robótica femenina por centésima vez esa mañana. Ella —si es que se le puede asignar un sexo a la inteligencia artificial— era parte de un gran sistema de monitoreo inteligente.

La IA no solo rastreaba las llegadas y salidas de los trabajadores, también monitoreaba la transmisión de las cámaras de seguridad e incluso se aseguraba de que la temperatura en el atrio siempre se mantuviera templada a veintiséis grados.

Un hombre, vestido con un traje arrugado y corbata, y con un aspecto mucho más agotado que los demás, entró al edificio. Meneó su identificación frente al sensor sin molestarse en detenerse para revisar si la máquina lo había leído.

Los campos de información poblaron el sistema de la IA. Roger Jacobs, analista de negocios principiante. ID de empleado: 100789.

La IA observó a medida que el hombre entraba al elevador. Apretó el botón para el séptimo piso sin despegar el maletín de su pecho en ningún momento.

Se bajó en su piso, lanzando un saludo para la secretaria en tanto pasaba a su lado. Ella lo ignoró.

Cabizbajo, se abrió camino hacia una oficina poco más grande que un armario. A pesar de que la IA no tenía cámaras en la habitación como tal, tenía una visión parcial del escritorio cuando la puerta era abierta. No había ventanas y una lámpara de techo fluorescente parpadeaba sin cesar. El efecto resultante era el de una habitación que se sumergía y emergía de la oscuridad.

El hombre se acomodó en su escritorio y encendió la computadora. Sus ojos se mecían de derecha a izquierda, leyendo líneas de texto que la IA desconocía. Pareció que el rostro del hombre comenzó a tensarse, proyectando un abatimiento más y más arraigado. Hundió sus manos en el poco cabello que permanecía en su cabeza.

Sus hombros se estremecieron con una emoción descontrolada, pero, después de un minuto, pareció que una tranquilidad se asentó en él.

Apagó su computadora, se levantó de su silla y agarró su maletín. Sosegado, salió de su oficina, pasando a un lado de la secretaria una vez más. Su boca se movió —más formalidades—, pero la mujer no volteó a verlo.

En vez de los elevadores, el hombre se dirigió al centro expuesto del edificio. Desde los barandales de vidrio que rodeaban cada piso, se podía ver la totalidad del atrio —hasta arriba, en el quinto piso, y hasta abajo, en el nivel de entrada estilizado con mosaicos intricados—.

El hombre se tomó un momento para aplanar su corbata. Tras pararse en una banca vacía, se montó sobre el barandal. Con el maletín aún aferrado a su pecho, dio un paso hacia la nada.

Por algún giro del destino, justo antes de que su cuerpo fuera recibido por el suelo, cayó a un lado de uno de los lectores de tarjetas instalados en la pared. El pitido familiar acompañó al crujido enfermizo de huesos, y a pesar de que la IA deseó que pudiera reprimir las palabras, su configuración no se lo permitió. «¡Que tenga un buen día!».

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