Conoces personas muy interesantes en el turno nocturno de una estación de gas.
Bueno, no en general; es una verdad a medias. Definitivamente existe una mayor proporción de bastardos raros o aterradores en comparación a los turnos normales, pero después de un par de meses en el trabajo, memorizas todos los arquetipos. Los muertos del cansancio en su ruta a casa, los rebaños de adolescentes ebrios con dulces, los drogadictos que gastan su mes completo de estampillas en comida chatarra, las mamás amantes del vino, las ratas de gimnasio, los alcohólicos en bicicleta mendigando licor de malta con dos dólares. No toma mucho para verlo todo, y he estado aquí por años. Lo suficiente como para distinguir lo «interesante». Incluso cuando tus estándares para lo anormal están por las nubes, terminas con historias de lo inexplicable o inquietante.
Comenzaré con la segunda. Una noche de otoño, a las tres de la madrugada, llega un hombre con un niño de nueve años. Exclamo un saludo poco entusiasta y apenas levanto la mirada de mi teléfono. El niño se encamina lenta y precavidamente hacia el pasillo de caramelos, mientras que el padre va enseguida hacia los refrigeradores de cerveza. Percibo, a través de su lenguaje corporal, que se encuentra en algún nivel de la escala de poco amistoso a molesto (hombros contraídos, pisadas enérgicas y sonoras). Suspiro, anticipando una discusión que he tenido muchas veces. «El plazo acaba a las dos. No te puedo vender eso».
Detiene su mirada en mí y se mueve pasillo abajo sin decir nada. Agarra un té y se dirige hacia el mostrador. La forma en que camina me da la impresión de que me va a golpear. Me preparo y trato de desarmarlo con un diálogo monótono: «¿Cómo te va?». Me ve con dureza por unos cuantos segundos incómodos, y dice: «Un paquete de Marlboros rojos». Aliviado de que no empezara a quejarse o a regatear por una cerveza, le doy la espalda y agarro los cigarrillos, y me sobresalto ante el grito: «¡JACK! ¡Apúrate niño, joder!».
Me doy la vuelta y veo más allá de él buscando a su hijo en el pasillo de caramelos, quien tiene una mirada al infinito sin realmente tratar de seleccionar algo. La primera impresión que me da es que las lágrimas que está reteniendo no son las primeras del día. Cobro los cigarrillos y el té sin decir nada, esperando que el asunto se resuelva por sí solo. Al lidiar con la mierda que veo en una noche «normal», he aprendido a no entrometerme. Esta vez es en vano, pues lanza un billete mugriento de diez dólares para su compra incompleta, y no menos de cinco segundos después, grita: «Por el amor de Dios, ¡que te apures!».
Eso es suficiente para frenar mi interés por el servicio al cliente. El turno nocturno es una dinámica interesante. Obviamente, se supone que debemos tener la personalidad sonriente y acogedora que se espera de todos los cajeros, pero también me encuentro solo y debo emanar un aire de seguridad.
Cruzo ciertas líneas y dejo de ser amigable: «Oye, relájate», le digo en voz baja. Se voltea hacia mí con la misma intensidad con que había gritado, y contesta: «¡¿Qué dijiste?!».
«Dale dos putos minutos para escoger la barra de chocolate que quiere. Estás anulando el gesto de comprarle algo si eres un imbécil».
«Tú también te puedes callar el pico».
Le digo que «hemos terminado», Aparto sus productos y le lanzo de vuelta su dinero. Mientras lo hago, noto que el billete tiene sangre encima. Luego noto que los nudillos de su mano derecha están lacerados, aún rezumando sangre coagulada.
Ahora estoy seguro de que el asunto podría llegar a algo físico. Fácilmente soy unos ocho centímetros más alto y cuarenta libras más pesado que él, pero quién sabe la locura que pueda tener en sus bolsillos. La brillante política de la empresa no permite armas, pero mantengo algunos sustitutos convenientemente cerca. Me pongo en posición para agarrar la barreta y le digo: «Apuesto que tu niño ya se quiere ir. Puede quedarse con el caramelo». Me da la misma mirada prolongada e inquietante, y responde con calma: «Ya vuelvo».
No me quedé para averiguar lo que tenía en mente. Corrí y me llamé al novecientos once desde la oficina trasera. Me sentí un poco estúpido describiendo un altercado con un hombre que solo estaba siendo un cretino, pero lo observaba por medio de las cámaras de vigilancia rebuscando en su asiento trasero. Le describí el auto a la operadora, y me preguntó: «¿Lleva a un niño pequeño?». Incluso antes de que la llamada terminara, comencé a escuchar patrullas. Muchas.
Me tomó algunos días y unas cuantas conversaciones con la policía hasta tener toda la historia. Las patrullas llegaron en respuesta a una alerta amarilla. Jack —el padre, trágicamente— había perdido el derecho de visitar a su hijo, por petición del niño. Inconforme con un simple secuestro, su exesposa fue mutilada irreconociblemente con un martillo. Las heridas que vi en sus nudillos eran astillas de cráneo. Esto pasó a seis horas de distancia de la tienda, y fuimos el primer lugar en el que se detuvieron. Trato de no pensar en lo que hubiera pasado si el niño hubiese escogido un chocolate con prontitud.
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Tus historias de terror
HorrorHola a todos los amantes del terror. Anteriormente ya había publicado unas lecturas de historias terroríficas. Para los que lo leyeron espero les haya gustado porque esta vez publicaré historias diferentes y me he esforzado más al editarlas. Espero...