II: Aliento

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El sol se escondió entre las altas montañas, en el horizonte, muy lejos de donde se celebraba la despedida de Rin y Danzō. Los recién casados se habían cambiado a una ropa más cómoda para emprender en carruaje a una cabaña, propiedad del recién casado, y el lugar donde pasarían su primera noche como marido y mujer.

Rin sonreía intensamente, ya había olvidado por completo sus nervios hacía mucho, y se había entregado por completo a aquella felicidad que le proporcionaba saber que era finalmente una mujer casada con un gran hombre.

A su lado se encontraba su esposo, Danzō Shimura, descendiente de una de las familias más influyentes en toda la aldea y en el exterior. Un hombre que, en pocas palabras, era un buen partido.

Él fue uno de los últimos pretendientes que entabló una conversación con el padre de Rin, dando a conocer la fortuna y el legado que llevaban los Shimura, personas que agradecían su riqueza a sus campos de algodón que se alzaban con orgullo lejos de aquella aldea. Danzō era un hombre de veintinueve años y era sabido que ya se había casado una vez a la edad de veintitrés, su esposa murió en un enfrentamiento furtivo de rebeldes. Ella tenía veinte años al momento de su boda y posterior deceso.

Kurenai vio con ojos alegres a su mejor amiga, ella era la que más le alegraba la suerte de Rin, el no crecer con una madre no había quebrado ni un poco el fuerte espíritu de la chica de cabellera castaña, al contrario, hacia todo lo posible para que cada día fuese mejor que el anterior, esperando que su madre se sintiese orgullosa donde quiera que estuviera. Kurenai sentía verdadera admiración por aquella chica, además de orgullo por ser su mejor amiga.

La chica de dieciocho años con su pelo negro se acercó a su amiga, recientemente casada, a despedirla. Con un fuerte abrazo, Kurenai despidió a la compañera de aventuras de toda su vida.

―No quiero ser tía aún ―le avisó con picardía en voz baja al oído.

La castaña se sonrojó levemente.

―Eres terrible. ―se echó a reír fuertemente, llamando la atención de su marido, quien se limitó a observarla impasible.

Los siguientes en despedirla fueron Masashi y Anya, quienes no se limitaron a rodearla en un abrazo amistoso:

―Sé feliz mi niña. ―murmuró el hombre con una sonrisa que anunciaba lo contento que estaba por ella. Miró a su esposa, quien sonreía, y sin embargo, tenía en sus lágrimas aún no derramadas, contenidas por la emoción de ver a aquella niña convertirse en una mujer casada.

― Sé feliz, pequeña Rin. ―logró decir la mujer con voz contenida. ―Sé feliz como lo soy yo.

―Lo seré ―le contestó ella segura, ganándose automáticamente una sonrisa por parte de sus viejos amigos.

El último en despedirla fue su padre, quien embozó una pequeña sonrisa y, aunque sentía que sus ojos picaban por lágrimas contenidas, hizo su más grande esfuerzo para ocultarlas.

―Rin, te voy a extrañar en la casa. ―tomó aire. ―Te amo, eres mi orgullo, y sé que tu madre está muy orgullosa en donde sea que esté ―pensó en su esposa y una lágrima rebelde logró escapar y bajar por su mejilla. La secó sin apuros y continuó ―Eres mi hija, Rin, y realmente espero que sigas siendo tú después de este día.

―Papá...―Rin fijó su vista nula en él por un momento y le sonrió, también dejando que unas lágrimas escaparan ―También te amo, papá. Seré muy feliz ―prometió.

Y finalmente, entre gritos de ánimo y lluvia de arroz, los novios entraron al carruaje y partieron.

Rin se sentía entumecida, se sentía en un sueño, un hermoso sueño del no quería despertar. No cabía de su alegría, se sentía la mujer más afortunada del planeta. Dejó salir un suspiro de dicha, acomodándose en su asiento, esperando llegar a la cabaña donde pasaría su primera noche como una mujer casada.

Siluetas [ObiRin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora