Moneda en el aire

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"Una llamada, alguna frase que insinúa sin comprometer

pero a la vez, me invitas algo más que un café".

Nino Cegarra. Entre la espada y la pared


La moneda rodó pero se metió por la rendija de una alcantarilla, no supo si fue cara o sello, se imaginó que los dioses se habían puesto de acuerdo para que subiera hasta la casa de Sara. Ella lo esperaba como le había dicho. Le daba cosa con Ana Julieta, pero en realidad deseaba su carne, 53 kilos de piel tostada, sonrisa impecable, ojos vivaces, 22 años, sexo que podía soportar todos los rounds que fueran posibles.

Llegó a la parada del Judo, esperando la buseta de la Vuelta de Lola se la imaginaba como una ave de su paraíso. Sara vivía cerca de la Facultad de Artes en un anexo con entrada independiente. Al llegar, se dieron un beso cerca de la comisura de los labios como queriendo despistar a la dueña de la casa, que no le hacía mucha gracia que visitaran a su inquilina.

Rodrigo le reprochó lo que había hecho. A él no le importaba con quien se casara, le gustaba hacer el amor y hasta ahí. En cambio Sara tenía un obsesión por Rodrigo que se las nutría Ana Julieta cuando le hablaba maravillas de él, de cómo la besaba, de cómo le agarraba los pezones, le soplaba la oreja, le palpaba el cuerpo, las posiciones cuando lo hacían, las sorpresas que siempre le tenía, los sueños de vivir juntos. Pero en realidad a Rodrigo poco le importaba Sara, a menos que lo complaciera como quería porque redescubría con ella el nirvana.

De movimientos rápidos y de una feminidad descomunal los gemidos de Sara no dejaban dormir a los vecinos. Chillidos que viajaban por la cama en nombre de Dios, de la Virgen, y de los Ángeles, apariciones repentinas de misioneros exhaustos con sus manos estiradas para que le diera de su cuerpo unas cuantas gotas de sudor, que se convertían en agua bendita para sus lujurias, y bautizarlos con el mayor elogio de ser paganos.

Algunas noches cuando estaba sola le gustaba meterse pases de cocaína y al lado tener un vibrador. Nostalgias atravesadas por saber que algunos de sus verdaderos amores ahora yacían en el cementerio gracias a los servicios de sicarios y jíbaros de alto rango, que no perdonaban al que se equivocara con ella.

Sara de vez en cuando metía a sus enamorados en problemas. Con mover el culo abría una de las bóvedas más universales y colosales: cambio de droga por sexo. Soledad en las noches. Insomnios constantes. Pasaba tiempo que no cambiaba las sábanas al perder la noción de vivir en ese lugar, arrebatos de la vida con la gracia de una coneja que no partía una copa. No se inyectaba heroína por prejuicio y el temor que le atacaba al recordar que una prima suya murió pegada en un baño en el Terminal de La Bandera. A ella no le gustaba robar, pero a punta de miradas y tragos podría juguetear con el mejor postor, eso sí, que nadie le pusiera un mano en la punta de su pelo si ella no quería.

Los malandros de La Milagrosa le decían la culebrita, cuando bailaba tambores los mareaba, los tumbaba, y les clavaba los colmillos sin darse cuenta. Ellos no entendían el por qué estaba tan buena si casi no comía, pero lo que si sabían era que agarraba esa forma atlética cuando subía trotando para Las Aguas Termales de la Musuy, a desnudar ese cuerpo donde se mimetizaba con el agua caliente de los pozos.

 Ellos no entendían el por qué estaba tan buena si casi no comía, pero lo que si sabían era que agarraba esa forma atlética cuando subía trotando para Las Aguas Termales de la Musuy, a desnudar ese cuerpo donde se mimetizaba con el agua caliente d...

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(Obra de Joel Pacheco)

Sara era un caramelo de cianuro. Labios de amor a mil. Coleccionista en vidas pasadas de vajillas chinas. Cuando caía la lluvia y escuchaba el sonido de las gotas sobre el cinc era el momento para pensar en sus verdaderos sueños: en los viajes a Paris, Disneylandia, Suiza, a pescar sirenas en Dinamarca, dejarse colar entre los almendrones por las divinas horas y sentirse madre de todas las nacientes fluviales y reina entre las pacientes del Ambulatorio Venezuela. Sus deseos caían como gotas de agua en la tinaja, mujer de paisajes acuíferos, voz seductora.

La lluvia le devolvía una extraña fuerza. La transportaba a su casa materna con la imagen del río de La Azulita. Habría que dejarse llevar por el muro de escalada en las Cuevas del Pirata para comprenderla bien, rufiana, misteriosa, amiga, traidora, legendaria, amante, mamífera, deseosa, positiva, flor, humedad, negativa, amanecer, seducción, tierra, agua.

Por ser tan radiante y efímera aprendió a superar, con el temprano olvido, los momentos más importantes de su vida: la primera comunión, la fiesta de 15 años, su primer beso apasionado con el monaguillo, el día que se acostó con Fernando a los catorce, el primer pase de cocaína, el aborto a Jerónimo, el robo de la óptica, el baile striptease en el negocio del maracucho, la traición a Ana Julieta.

La tarde iba cayendo. Sara besaba a Rodrigo de un lado al otro de la habitación. Sara como la reencarnación del nacimiento de Venus, pero esta era moderna y en vez de estar parada en una concha como la que pintó Botticelli, esta gozaba su desnudez trigueña con Rodrigo en una cama de hierro forjado, que semejaba una concha. Ella miraba con atención a su carnero, lobo, león, tigre, encerrada en la jauría pasional del animal que a veces la lleva a comer algodón de azúcar.

Durante esa tarde, los príncipes se convirtieron en canguros y las princesas en gaviotas. De los árboles bajaba la savia que se desvanecía entre palabras de chocolate caliente. Cuerpos reconocidos junto al sabroso pecado de la ley moral, senos y boca como prueba de una revolución antigua. Culebra que respira hondo. Masa comida y carcomida entre todos los que habían dejado pegado el recuerdo en su sexo.

Triángulos AlteradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora