El rescate

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Yo te recuerdo cariño 

mucho fuiste para mi 

siempre te llamé mi encanto 

siempre te llamé mi vida

hoy tu nombre se me olvida 

se me olvidó que te olvidé 

Grupo folklórico y experimental nuevayorquino.

Se me olvidó que te olvidé


Rodrigo llamó a Alejandro para que le prestara una carpa. Salió del centro de la ciudad hacia La Culata, y a cuestas un morral con el equipo de campamento. Mientras subía por la carretera las ideas del recuerdo de su amor se iban congelado en cada curva. La tarde caía. La neblina del páramo enmarañaba su conciencia.

Se bajó en la última parada. Caminó por una hora y luego se detuvo un rato debajo de un árbol para comer una mermelada de hongos psilocibínicos que le había regalado su amigo El Dete, por su cumpleaños 25. Al rato de seguir caminando el efecto de los hongos se apoderaba de sus pasos, sentía que mientras más subía más se alejaba de la realidad. Buscó la linterna en el morral. Su caja negra la había programado para llegar a Valle Muerto y quiso darle hasta el primer refugio, como fuera posible. Se sentía el mejor explorador de la zona, a pesar que solamente había ido por esos lados una sola vez de excursión con una exnovia y sus exploradores padres.

Las sombras de las montañas le dejaban ver figuraciones prehistóricas, un dinosaurio con el pecho parado y el cuello erguido moviendo la trompa en un gran rugido. Con pasos lentos por la altura, se desplazaba olvidando de a ratos que su norte era el primer refugio. El paso claroscuro. El morral sonaba en cada movimiento y algunos insectos eran el fondo de aquella orquesta sinfónica. Ya había pasado bastante tiempo subiendo y se sentía extraño. El efecto del hongo subía por la epidermis, le viajaba una corriente por la médula espinal. Buscaba repuestas entre las piedras y no las veía, el pasto fue esculcado con sumo cuidado para que le dijera algo que necesitaba saber y nada se revelaba; miraba el cielo y las estrellas se convertían en un drama cósmico, esperaba el Gran Mensaje. La noche empezaba a caer, el frío a ponerse más intenso y la densidad de la niebla no dejaba ver con nitidez los próximos tres metros. La luz de la linterna iba directa a un punto que no era ninguno en específico.

Rodrigo en Ganímedes, en las Pléyades, en el Cinturón de Orión, sabía que por donde pasara era el camino a la trascendencia. Daba vueltas como en una invocación descifrando lo que ocurría en el ahora, su universo en va y ven, su cuerpo dejándose llevar como si estuviera poseído por el Dios de las nieves, de los altísimos, una fuerza de siete dimensiones lo movía.

La luna llena en órbita como una metra china. El espacio blanco y negro. Voces que venían de su inconsciente le explicaban que estaba perdido, que su destino había cambiado, por un momento sería equilibrado y luego venía la transformación. Cada palabra de los espectros era un golpe al hígado, una forma de bajarle dos grados de pasión a sus deseos, darle un sentido al sinsentido.

La fuerza de la mermelada lo llevó hasta otro lugar de la montaña, se creía en el primer refugio, quizás en los alpes suizos, pero no sabía a dónde. Se preguntaba qué había hecho; cuál sería la distancia y el tiempo real que había pasado desde que se empezó a comer la mermelada, porque al frasco le quedaba poco, y la montaña infinita para recorrerla. 

Triángulos AlteradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora