Buenas amigas

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Sentémonos a pensar, 

la vida a de continuar

 fingiendo amor donde no hay 

y fingiendo una sinceridad

Roberto Roena. Mi desengaño


Ana Julieta le sacó la mano a un taxi. El chofer vio una muchacha bonita. Ella le dijo que iba para el Paseo La Feria, al edificio Esmeralda, que está justo en la esquina del antiguo parque La Burra, qué cuánto le cobraba. El taxista sonrió por la elocuente explicación y le cobró barato. Ella veía desde la ventanilla una ciudad opaca, distinta a la que había conocido, le parecía que en Mérida todo era muy lento, como ahora le pasaban las imágenes por su mente.

En una tranca de carros, por la Av. Don Tulio Febres Cordero, el taxista empezó a conversar sobre su vida. Era un tipo de cincuenta años y tenía veinte siete viviendo en la ciudad. Luego de ser abogado y litigar bastante se dio cuenta que lo que defendía no le daba el suficiente dinero como para pensar en un futuro mejor, entonces decidió con el último caso procesal unir el dinero con sus ahorros y comprarse un carro usado, convertirlo en taxi y olvidarse de su angustiosa y litigante vida.

Le asomó que ser taxista daba da más plata que trabajar para abogados de lo bufetes. "Ellos se quedan con la mayoría de las ganancias y al pobre recién graduado si acaso le alcanza para comprar una botella de ron es mucho", lo explicó con cara de plusvalía. Con un acento de Guanare, que no había perdido completamente, el taxista contaba de sus dos hijos, el menor, acababa de entrar a la Universidad de los Andes a estudiar medios audiovisuales, el mayor terminaba la licenciatura en historia. Cuando Ana Julieta escuchó la palabra historia se activó un chip que creyó olvidado, pero ya llegaban al lugar. Le pago al señor, le dio las gracias con cierto afecto y con una sonrisa pícara se bajó.

Marcó el número 34 en el intercomunicador. Contestó una de sus amigas. Las otras muchachas miraban hacia abajo y la saludaban sonrientes a través del gran ventanal de la sala. Se abrió la reja y luego la puerta de abajo. Saludó a la señora María que era la conserje del edificio, fue al ascensor. Apretó el piso 3. Mientras subía hubo un extraño apagón de luz, pero fue repuesto casi de inmediato.

Las muchachas la esperaban en la reja. Todas se abrazaron y se besaron como si tuvieran tres años que ninguna sabía de la otra. Teresa, Aymar, Katty y Manuela estaban felices de ver de nuevo a Ana Julieta, tenían muchas cosas que contarse. Entraron a la cocina a darle un poco de agua a la recién llegada que venía con la boca seca. Juntas se sentían alegres, reían por cosas minúsculas a pesar de las desgracias que le iban ocurriendo a cada una , pero sabían que para el futuro todo iba a ser mejor.

Teresa había comprado los ingredientes para hacer unos shawarmas. En sincronía Aymar adobaba la carne, Katty cortaba los tomates, Manuela se encargaba del juego de melón, Ana Julieta le tocó picar el perejil y la cebolla; Arianna, que también estaba de visita, lavaba los platos. Teresa, que estudiaba biología había metido la lechuga a remojar en vinagre media hora antes, porque hacía poco había superado una fuerte amibiasis y luchaba contra los parásitos en una guerra invisible.

Cocinando le contaron a Ana Julieta sobre un rave que habían ido el fin de semana pasado, por los Chorros de Milla, con unos dj's de Maracaibo, Caracas, Valencia y Barquisimeto. Dijeron que la fiesta estuvo buena. El LSD que se comieron les ayudó en la percepción alucinada cuando el ser humano, los pájaros y la energía irradiada de los cuerpos se vuelven un sólo tentáculo.

Triángulos AlteradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora