Amantes

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Ser amantes, querer y no poder vivir el sol 

ser amantes, una flor de papel en el amor

ser amantes, entregar lo mejor de cada instante

ser amantes, hay, que difícil mi amor es ser amantes

Paquito Guzmán. Ser amantes


Le dijo al taxista que subiera para La Culata. Llamó a Jacinto para ver si le podía alquilar una de sus cabañas. Jacinto, soñoliento, aceptó. Rodrigo paralelamente les iba contando el plan de subir para ese lugar y hablar relajados sobre lo que cada uno tenía guardado. A ellas no les quedaba de otra sino aceptar lo que iba fluyendo. Estaban tensas por no saber exactamente el resultado de aquella aventurada salida. Lo que no había era mucha plata, pero Sara dejo claro que tenía el dinero que le iba a entregar esa noche a Lucho de unos gramos que le había vendido en días pasados, cualquier cosa ella respondería. Rodrigo, sentado en el medio de las dos sentía una extraña tensión, era una tensa calma embriagada. Las miradas subían y bajaban en aquel silencio paramero. Algunos esporádicos roces de mano por la proximidad del asiento marcaba el mapa de una ilusión.

Ya eran las 2:20 a.m. En la oscuridad de la carretera no encontraban la bendita cruz por donde debían girar, hasta que rodando de a poco, la vieron y bajaron por una carretera angosta. Pasaron un pequeño puente y llegaron. Le pagaron al taxista que cobró un extra por el tiempo perdido. Jacinto, con cara de dormido y con una chaqueta que parecía un astronauta salió a entregarle las llaves de la cabaña número tres, para mañana cuadraban el dinero. Eran los únicos inquilinos en aquel frío que le formaba una capita de escarcha a las plantas.

Entre la neblina y el soplido de un aire pausado pero constante a Sara se le congelaban las orejas, tenía la punta de los senos que parecían estallarles. Mientras abrían, Sara se cubrió con una de las paredes del porche de entrada y se abrazaba a sí misma. Piel de gallina. Jacinto le dijo a Rodrigo que todas las cobijas de lana estaban en el closet y se fue a dormir.

Abrieron la puerta y fue como si entraran en el capítulo de un tiempo perdido. La cabaña guardaba el olor a la humedad típica del encierro. Pero abrir las ventanas era dejar entrar a la noche y sus misterios. Hacía mucho frío, Sara tiritaba. Ana Julieta fue al baño. Orinaba pensando que esa coincidencia no parecía tan casual. Ellos debían tenerlo planificado y caía una vez más en sus trampas. No quiso hacerle más mente al asunto, ¿para qué?. Esa noche decidió hacer borrón y cuenta nueva.

Sara, sacó de su bolso la botella de ron Cacique. Los tres se pegaron al pico de la botella como si saliera leche materna. Los tragos eran la auténtica forma de sentirse calientes. Los tragos se convertían en una explosión de sí mismos. Los tragos formaban parte del tiempo perdido. Los tragos volvían, y de pronto, se tragaban en una euforia de besos que se convertían en la desinteresada pasión de unos seres que se iban cubriendo cuerpos con cuerpos, ojos con ojos, lenguas con lenguas, brazos con brazos. Los tragos de ron fluían como las cataratas del Iguazú. Ana Julieta se lo pasaba de boca a Sara y Sara a Rodrigo en una cadena líquida. El deseo abierto al cosmos. Era la hora de la unión, de olvidar lo aparentemente malo. Apreciaban como el ron subía por el cuerpo y les daba escalofrío, se convertía el libar en la puerta a otra dimensión. El licor lo regaban por los pechos de Ana Julieta y Sara lo absorbía en esa sabrosa copa. 

Triángulos AlteradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora