Capítulo 10

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Su destino no era el moderno club de salud en el que Ana practicaba yoga y aeróbic, como Mimi había previsto.

Ana pasó ante la entrada y dobló en una callejuela adyacente. Mimi refunfuñó para sus adentros cuando Ana la agarró por el brazo y la condujo por un tramo de escaleras estrechas y sucias de un decadente edificio de viviendas. Cruzaron dos puertas de acero y accedieron a una enorme habitación, en el tercer piso. Se trataba de un gimnasio, por llamarlo de alguna manera.

La clientela era mayormente masculina. Gastados sacos de arena colgaban de cadenas atadas a las vigas del techo, y los golpeaban hombres con camisetas rotas o sin camiseta. Dos cuadriláteros de boxeo elevados dominaban el centro del lugar; uno estaba ocupado por un par de luchadores que hacían serios esfuerzos por ganar. Mimi hubiera apostado de buena gana a que había media docena de delincuentes en el recinto, y que alguno de ellos seguramente sabía quien era Ana Guerra.

—¿Has estado aquí antes?—preguntó, intentando no alterar la voz, mientras se abría camino entre los cuerpos para seguir a Ana hasta el fondo de la larga habitación.

—Tres veces a la semana durante dieciocho meses.

Mimi estaba furiosa. Nadie le había hablado de aquel lugar: no tenía los antecedentes de sus miembros, ni idea de la distribución física y ninguna posibilidad de proteger a Ana de manera efectiva.

¿Cómo diablos lo habían pasado por alto?

Como si le leyera la mente, Ana comentó:

—No saben nada de esto.

—¿Cómo?—su voz era un rugido.

Ana le dedicó una sonrisa espontánea y encantadora. Había resultado así si Mimi no se hubiese enfadado tanto.

—Creen que paso casi todo el tiempo en la consulta de mi masajista, aquí al lado.

—¿Puerta de atrás?

—Ajá.

Mimi no le preguntó por qué. No hacía falta. Sabía el motivo. Sería inútil señalar el peligro. Evidentemente, a Ana le preocupaba menos su seguridad que su libertad, lo que se debía sin duda al hecho de que había habido personas como Mimi siguiéndola todo el tiempo durante durante los últimos doce años, más o menos. En aquel momento, lo fundamental era que no volviese a suceder nada parecido.

—Ya llegamos —añadió Ana con displicencia y retiró una cortina que daba a un vestuario pequeño y estrecho, no mucho más grande que un vestidor. En una esquina, tras una destartalada mampara, se veían un plato de ducha y un inodoro.

Ana soltó la bolsa y se quitó la camiseta con un movimiento rápido, que cogió a Mimi desprevenida. Ana se rió con gesto cómplice cuando los ojos de Mimi se posaron sobre sus pechos para apartarse, luego, velozmente.

—Encontrará pantalones y camisetas en mi bolsa. Hay un montón—informó Ana mientras seguía desnudándose. Miró con todo el descaro cuando Mimi se cambió. Sabía que Mimi era consciente de su escrutinio, aunque no dio señales de ello.

Su jefa de seguridad poseía el cuerpo que Ana esperaba: esbelto y musculoso, una hermosa combinación de belleza femenina y poder. Se imaginó haciendo que aquellos músculos temblasen de deseo y viendo como el ansia quebrantaba su rígido control. La intensidad de la imagen le provocó una oleada de excitación tan aguda que se le cortó la respiración. Tal vez Mimi lo advirtiera, pero no lo demostró, y se puso unos pantalones sin prisa.

Ana contempló la cicatriz de veinticinco centímetros que cruzaba la cara externa del muslo derecho de Mimi. Era bastante reciente, pues aún no había perdido la rojez.

Honor (warmi)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora