e i g t h || más allá del decathect

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Delilah corría con lágrimas saliendo de sus ojos en clandestinidad, aunque la nieve ralentizaba su paso de manera considerable. Quería que fuera mentira, llegar a la casa y encontrar a Gilbert hablando con su padre, que quizás hubiera tenido una recaída, incluso. La puerta de la casa se encontraba entreabierta y ella ni siquiera se paró a preguntarse por qué, solo la empujó, encontrándose con la señora Kincanon, llorosa y vestida de negro. Delilah no pudo prevenir un sollozo de salir de su garganta, la mujer la miró y sus ojos se aguaron nuevamente.

—Gilbert está en su habitación —le dijo—, no logro que salga.

Como pudo se limpió las lágrimas y subió las escaleras, intentado calmarse. Dentro de la habitación sonaba como si estuviera caminando de un lado a otro ansiosamente. Dejó sus libros a un lado de la puerta y tocó.

—Señora Kincanon, no quiero salir —sonó al otro lado.

—Soy yo —los pasos al interior pararon.

—¿Qué... Qué haces aquí?

—Vine a verte. En la escuela nos dijeron —apoyó su frente contra la puerta sintiendo las lágrimas volver—. Esperaba que no fuera verdad.

—Pues estoy bien —dijo con voz firme—, puedes irte.

—¿Qué tal si sales y me lo dices?

Se quedó en silencio lo que para Delilah se sintieron como varios minutos, antes de abrir la puerta abruptamente, ella hubiera caído de frente de no ser porque los brazos de Gilbert se enredaron alrededor de sus hombros, en un fuerte abrazo que ella correspondió. Hizo su mayor esfuerzo por contener sus sollozos, sabiendo que era lo último que su amigo necesitaba, así que solamente lo sostuvo, enterrando la cara en su hombro mientras la de él estaba en su cuello, mojando lentamente el cuello de su vestido. Frente a otras personas no se hubiera dejado ver llorar, al fin y al cabo debía ser un hombre, ahora que su padre no estaba, y no estaría bien visto, pero era Delilah quien lo abrazaba acariciándole la espalda buscando brindarle consuelo, sabía que no sería juzgado.

—Gracias por entrar a saludarlo cuando venías —dijo con la voz quebrada, aprovechando la cercanía con su oído para hablar bajo— y por tratarlo con normalidad, no haciéndole recordar que estaba enfermo. Significó mucho para él, para los dos.

—Disfruté cada ocasión en la que pude hacerlo —responde. Ambos se abrazaron un poco más fuerte, si era posible.

Se hubieran podido quedar así para siempre, sosteniéndose el uno al otro, sintiendo cómo se completaban mutuamente. Si se soltaban, probablemente se romperían los dos, perderían el soporte y se desmoronarían como un edificio al que se le han quitado las columnas, ¿Valía la pena tomar el riesgo? ¿Por qué no podían quedarse así hasta sanar? ¿Por qué no abrazarse tan fuerte que les doliera y se soldaran otra vez todas sus piezas rotas? Porque la vida sigue, desafortunadamente, sin benevolencia por las personas que deja en el camino y sin el más mínimo interés de si se le puede seguir o no el paso, esto se mostró cuando la señora Kincanon subió las escuelas y puso una mano en el hombro de cada uno, avisándoles que debían arreglarse para el funeral.

—No —exclamó Gilbert cuando Delilah giró para irse a casa y cambiarse—, por favor, no te vayas.

Y ella se quedó, porque de todas formas en casa no tenía vestidos negros.

Gilbert le prestó un abrigo negro, algo parecido a un gabán, que le llegaba hasta las rodillas y le quedaban un poco largas las mangas, por lo que la ayudó a enrollarlas, se soltó el cabello, pues no sentía que el moño color crema fuera apropiado para la ocasión. El muchacho, por su parte, entró al baño a cambiarse. Delilah exploró tímidamente su habitación, desde las imágenes en la pared hasta los libros regados por el suelo, pasando sus dedos suavemente por los lomos mientras descubría que Gilbert disftutaba leer sobre biología. Se sintió especialmente maravillada cuando vio el globo de nieve que descansaba sobre la mesita junto a su cama. Lo alzó y lo agitó tiernamente, con cuidado, como si su tacto pusiera el objeto en peligro.

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