La escuela

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En el centro de un gran campus de verde césped, rodeado por un denso bosque de pinos de más de 20 metros de altura, se encontraba el edificio principal de la Escuela Elmentoru de América del Sur. Era el hogar de cientos de jóvenes —y algunos adultos— herederos de éger, dedicados no sólo a aprender a manejar su don, sino también a guiar a los aprendices.

El edificio había sobrevivido intacto varios siglos desde su creación, bajo la orden del primer director, y gran poeta, Líet, quien consideraba que debía haber una institución dedicada especialmente a ayudar a los herederos con su aprendizaje, además de unificarlos en un grupo homogéneo. La institución que ideó debía ayudarlos a crecer, pero también debía darles una identidad.

Así, la Escuela abriría sus puertas no sólo a los habitantes de una determinada barriada, provincia o país, como lo hacían otras escuelas, sino que estaría abierta a todos los habitantes del continente. Era un proyecto ambicioso, sin duda, pero desde su fundación hasta la fecha se había vuelto un modelo ejemplar en la educación elmentoru de tal modo que fue replicada en otros continentes.

El sueño de Líet se había cumplido. Descansó en paz sabiendo que, a lo largo de la historia, la Escuela ayudaría a todos los que a llevar sus habilidades a otro nivel.

Ahora, las puertas de Elams se abrían ante Alexander y Julio dándoles, como dijo Isseis, una oportunidad única.

En el campus estudiantes de todas las edades paseaban, charlaban, jugaban y reían. Algunos estiraban sus manos y de éstas emanaba agua, o rocas. Otros blandían espadas o practicaban arco y flecha. Finalmente había quienes lucían lujosas y brillantes armaduras, de colores diversos.

Isseis avanzó sobre el camino adoquinado que conectaba a la puerta detrás de ellos con la entrada al edificio principal y, luego de unos segundos, los pelirrojos lo siguieron. Ninguno podía creer lo que estaban viendo. Por un lado, Alexander no podía explicar lo que sus ojos estaban viendo. Nunca hubiera podido imaginar que existiera gente con esas habilidades. Y por otra parte, Julio se sintió parte de un todo. En el orfanato era el único que tenía esos poderes, y eso con lo hacía sentirse solo. Sin embargo acaba de descubrir que no estaba solo en el mundo. Acababa de descubrir que había más gente como él.

A mitad del camino había una fuente circular de 5 metros de diámetro rodeada por pequeño muro de un metro de alto. Allí estaba sentado un niño de alrededor de diez años cuyo color de cabello y ojos era azul. Tenía los ojos cerrados y su cara apuntaba al sol. Vestía un chaleco grueso, una camisa y un pantalón camuflados y botas. Todo de color azul.

Al escuchar unos pasos, el niño abrió los ojos y miró al rubio.

—Hola, Isseis —saludó.

—Hola, Hugo —respondió el rubio con cierta frialdad.

—¿Quiénes son sos? —El niño los señaló con el dedo.

—Son un par de ígneos nuevos. Voy a llevarlos con el director.

—Entiendo. Ojalá que puedan quedarse. Nos hace falta un miembro en el equipo.

Los tres jóvenes siguieron el camino hasta la puerta principal. Alexander estaba asombrado por todo lo que vería. Cientos de preguntas abrumaban su mente. ¿Acaso él podría hacer todo lo que veía? Algunos desaparecían llamaradas con un simple movimiento de manos. ¿Podría aprender también a hacer eso?¿Isseis podía haberse equivocado al llevarlo? Si pudiera controlar el fuego ¿lo sabría?. «Debería saberlo —pensó—. De poder controlar el fuego, debería haberlo notado. Debería haber sentido algo en el incendio. Entonces podría haber hecho algo... Pero no fue así. Si en un momento tan crucial como ese no pude hacer nada ¿no quiere decir que jamás podré? Pero puedo aprender desde cero, ¿no? Si no, ¿qué hago acá?¿Por qué me trajo Isseis?¿Por qué...» Sintió un poco de envidia por Julio ya que él sí podía controlar el fuego; lo había visto hacerlo antes de desmayarse. Ese era su último recuerdo: la bola de fuego moviéndose de acuerdo a los gustos de Julio. Sin embargo no sabía qué había ocurrido después. Supuso que después de tantos golpes se había desmayado. Sentía un poco de dolor aún, pero no se dejaba llevar por eso.

Julio, por su parte, centró su mirada en aquellas personas que controlaban el fuego. Si estaba en una escuela significaba que iba a aprender cosas, de modo que al ver qué hacían las personas que podían controlar el fuego podía ver qué aprendería en Elams. Entre tantos estudiantes, vio a una chica que jugaba con una bola de fuego. Automáticamente pensó en su madre. ¿Acaso ella también había asistido a esta escuela?¿Aprendería él lo mismo que ella?¿Sería tan bueno? Si ella lo estuviera viendo, ¿se sentiría orgullosa de su hijo? De pronto expulsó estas dudas de su mente. «¿A quién le importa esa? —se preguntó.— A mí no. Ya no. No sé quién es ni me interesa... así como yo tampoco le intereso. No voy a pensar en ella. No. No ahora. Por su culpa me he sentido solo durante todos estos años. Es hora de aprovechar esta oportunidad. Y su miserable recuerdo no me va a impedir disfrutar mi estadía en este lugar.»

El rubio los guió hasta el el tercer piso del edificio principal. Si bien el exterior poseía un estilo predominantemente gótico, el interior era bastante moderno. Se parecía mucho Orfanato Municipal.

En el tercer piso se pararon en frente a una puerta que tenía un una placa de oro con la inscripción DIRECTOR grabada. Isseis tocó la puerta un par de veces, hasta que por fin escucharon un pase. Entonces todos entraron.

Dentro de la oficina, de una extensión mayor a la que se podía esperar, estaban dos hombres. Uno, el director, tenía cabellos rubios, con algunos mechones rojos. El otro, Noah, tenía cabellos de color verde esmeralda con algunos mechones rojos. Los dos hombres, de más de veinte años de edad —pero menos de treinta— vestían extravagantes disfraces. El del primero era de color rojo y amarillo, mientras que el del segundo era de color verde. Los dos estaban jugando al mete-gol apasionadamente. Era un clásico lo que se estaba disputando y por el momento estaban empatados, por lo que la única solución era un "gol de oro". Era por este necesidad de coronar a un ganador que el partido se había puesto tan intenso.

Estaban tan concentrados en su juego que olvidaron que tenían visitas. Isseis, ya molesto por la situación, aclaró su garganta y chasqueó los dedos varias veces para captar su atención. Noah se volteó para mirar. Las caras nuevas le sorprendieron.

Para el director, esta era la oportunidad ideal que estaba buscando. Con un rápido movimiento, hizo girar dos de las cuatro manijas, y pudo meter un gol sin que Noah pudiera evitarlo. Lo celebró como si su equipo favorito de football hubiera ganado la final del mundo. Gritó con todas sus fuerzas, saltó de aquí a allá con los puños hacia arriba. Una sonrisa se apoderó de su rostro, mientras que el profesor se dejó caer de rodillas muerto de vergüenza por haber perdido.

—¡Tomá! —gritó el director señalando al perdedor. —¿Viste que soy el mejor? Aún no perdí el toque.

—Callate, Erick —respondió irritado y decepcionado.— ¿No ves que los chicos me distrajeron? Así no se vale.

En ese momento Erick los miró por primera vez desde que habían entrado. Los miró unos segundos y luego volvió su vista hacia Noah.

—No te preocupes —le dijo.— No es novedad que yo sea mejor que vos. Por algo yo soy el director y vos sólo un maestro.

Enseguida prosiguió con su festejo.

De pronto, su traje amarillo se prendió fuego mientras él gritaba y saltaba por toda su oficina.

Elmentoru: DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora