■VI■ El misterio del Maestre.

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Los dos caballeros habían marchado del Templo en búsqueda de aquel único testigo que podría arrojar luz sobre todo aquel asunto, un granjero. Éste vivía en las afueras del bosque, en pleno campo abierto, donde se araba la tierra fértil para nuevas cosechas. Éstas debían ser abundante, pues buena parte de ellas irían destinadas a la nobleza y al rey. 

No era nada extraño poder ver en el campo a través hombres trabajando aquella tierra, con suma atención, esfuerzo e incluso mimo para conseguir lo máximo posible. Eran gente humilde, con una forma de vida sencilla, sin preocuparse más que para poder tener suficiente para dar y comer. Una vida que Crowley a día de hoy ansiaba. Lejos del Templo. Lejos de los caballeros. Lejos del clero y el Papa. ... Lejos de la muerte y la desgracia. Mas aquello era solo un brillante señuelo, pues el destino caprichoso había girado el rumbo de su vida, de nuevo, a la Orden. 

El viento era frío, que indicaba la próspera llegada del invierno en poco tiempo. El cielo de aquel día era despejado, con unas pocas nubes blancas que no correspondían a amenaza alguna. Y allí, en medio del sonido de las herramientas de los campesinos, interrumpía el ambiente de paz el trote acelerado de los caballos que se dirigían a toda prisa a un destino en cuestión.

Era una casa grande, lo suficiente para mantener ganado y unas parcelas de tierra para trabajar, un caserío mejor dicho, aunque no estaba en su mejor estado. En la entrada de éste se encontraba un joven de tez curtida, con unas pocas marcas de viruela todavía en su rostro, con unos cabellos hermosos, cortos y rizados, en tono castaño. Sus ojos, verdes cómo la esmeralda, estaban inundados en unas lágrimas que, junto a su llanto, sonaban desgarradoras. 

Los caballeros detuvieron los caballos justo en frente, el pelirrojo tapó su boca al ver tal escena. 

— ¡María! ¡¡María!! — Gritaba a sollozos aquel muchacho, desconsolado. 

La imagen en sí era grotesca. En uno de los carretones de arar, se hallaba la nombrada María. Una mujer joven, de tez suave y hermosa, pero pálida, sin una pizca de color de la vida. Sus labios estaban morados. Ella permanecía atada por sus muñecas, inmovilizada en lo alto de aquel carretón. Sus labios morados y sus mejillas estaban cubiertas de sangre y heridas de tortura. Sus ropajes, sencillos, desgarrados, y en medio de su pecho permanecía una flecha clavada, atravesando su corazón. Su muerte, al parecer, era reciente. 

— ¡¡¡MARÍA!!! — Chillaba. 

— Dios mío, llegamos tarde... — Susurró Gilbert, que con un movimiento lento desmontó del corcel de forma respetuosa. 

Crowley se mantuvo en silencio mientras desmontaba, no se atrevía a levantar su voz ni a decir una palabra. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Por qué? ¿Qué había hecho aquella mujer para merecer semejante destino? Nada, era la respuesta. Seguramente solo tener vista. Solo por ser testigo de una persecución. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué permitía todo esto? Apretó sus puños, mientras que su fe se derrumbaba una vez más. En un intento desesperado, el caballero llevó su mano sobre su pecho, alcanzando aquel rosario y aferrándose a él como un clavo ardiente, como si no quisiera dejar escapar ese atisbo de fe que quedaba en él, en vano. 

— ... Emile. — Se atrevió a interrumpir el rubio. — Lo siento mucho. 

— María... — Susurraba a sollozos el granjero, aferrándose al cuerpo sin vida de la mujer que iba a ser su esposa. 

— Emile. — Lo llamó de nuevo. — Emile, María está bajo la gloria de Dios. 

— ¡No merecía esto! ¡No! ¡¡Ella no!! 

— ... Lo sé. 

El pelirrojo finalmente interrumpió el silencio, conocía esa mirada, esas lágrimas, esa impotencia y desesperación. Avanzó unos cuantos pasos hacia el joven, y entonces flexionó sus rodillas y se arrodilló a su lado, colocó su mano sobre el hombro del muchacho. 

•El Regreso a la Orden.• Owari no SeraphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora