no era el momento

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Él medía casi dos metros y tenía las manos más grandes que mi barriga entera, a veces esas mismas manos eran violentas y siempre supe que no las
quería ver cuando estuviesen viejas, menos tomarlas, menos rozarlas en mi último suspiro. Sin embargo, seguía ahí, entre la inmadurez y la rebeldía, en
una relación tóxica sin muchos frutos. Ese día me hice el test sin miedo, nunca tuve miedo, porque siempre supe lo que vendría. Sin esperar los tres minutos, mi meado había indicado que estaba súper embarazada, él me esperaba en la pieza, pero no
recuerdo muy bien su expresión ni lo poco que dijo. Nunca más le presté atención, nunca más lo respeté, nunca más lo oí, hasta que sin darme cuenta desapareció.

Pesqué una mochila, llamé a mi mamá y le mentí, sabía que el tiempo era oro. Seguía sin miedo, nunca lo sentí. Llegué donde la negra más linda que he conocido en la vida, me abrazó como si tuviese yo una enfermedad, pero al mirar mis ojos me regaló la sonrisa fraternal que esperaba. Llamamos a esos numeritos que uno encuentra en internet, me vendieron las famosas pastillas en algún metro de Santiago que no
recuerdo, llegué a casa y me habían estafado; tenía en mis manos un paracetamol de mala calidad cortado en forma hexagonal, intenté contactar a mi embaucador, pero me dijo que yo era igual de “delincuente” que él, y que los dos caeríamos. Le encontré la razón, no porque me considere yo una delincuente, sino porque en mi país la mujer
que aborta puede ir a la cárcel, un antro de marginalidad y nula rehabilitación, no quería estar ahí, no me lo merecía.

Tenía poco dinero, pero pude comprar la segunda dosis, esta vez eran las pastillas de verdad. Hice todo lo que me dijo la joven punk que prometió contestar el teléfono en caso de cualquier cosa (nunca lo hizo). Piernas arriba, sin ir al baño en cuatro horas y las pastillas al fondo de mi vagina. Me levanté con la vejiga llena de pis, incomodísima, pero seguía sin miedo. Miré mi calzón y no había nada, absolutamente nada, putié fuerte y me fui a casa.

Cuando llegué, ya sin mentir a mamá, me sentí aliviada, me contuvo, me acompañó como siempre. Iba por la tercera dosis, la puse donde debía ir, pero a la
mañana siguiente mi ropa estaba sin la anhelada mancha roja.

Fui al doctor, todo estaba bien según lo que la sociedad dice que está bien, pero mi rostro expresó lo que mis palabras no, ya que sin decir media palabra, el hombre
de delantal blanco me dijo: “Si no quiere tenerlo, hágalo una vez más, pero con más esfuerzo, haga fuerza, corra y todo lo que no debería hacer”, me dio la mano y fui a hacer todo lo incorrecto según todos.

Me desperté la mejor mañana de mi vida, toda la espera había cesado, había caído lo que nunca sentí mío, no podía ser mío, no era su momento ni el mío. Esa noche lloré, nunca de culpa, simplemente porque todo había terminado por fin, era infinitamente feliz, había tomado la mejor decisión hasta entonces.

Han pasado muchos años… Hoy, escribo esto al lado de mi compañero eterno, él entretiene a mi hija para que yo pueda escribir en paz, le muestra esos videos de bebés que ya de a poco voy digiriendo. Hoy, quiero ver a esos dos cuerpos que tengo a mi lado envejecer, quiero morir junto a ellos, quiero verlos dormir todas las noches. Hoy era mi momento, hoy soy feliz, hoy tomé una nueva mejor decisión.

Paula.
Santiago de Chile.

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