acompañar

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Ema es baja, lleva su pelo suelto, un guardapolvo blanco, sus manos llenas de tiza y una mirada cansada que se refleja en sus ojos azules profundo. Sus ojos miopes conviven con sus anteojos de un vidrio muy grueso. Hubiese querido decirle que se los saque, que el vidrio me frenaba y que no lograba zambullirme en su mirada. Pero quizás, mi pedido era tan absurdo que no me animé a hacerlo.

Supe por su guardapolvo blanco que era maestra. Rápidamente nos pusimos a conversar sobre esto. Daba clases en sexto grado, al igual que yo. Charlamos sobre
las distintas infancias que nos atraviesan en la escuela hoy, y coincidimos en algo tan complejo como indefinido: el acto de educar nos salva. Ella me contó sobre todas las estrategias que se da para no faltar a la escuela, "es un descanso ir a la escuela. Imagínate, tengo hijos mellizos. Llora uno, llora el otro. Uno tiene hambre, el otro también. Espero para irme a trabajar, porque es el único momento que estoy sola
conmigo". Describía su día de manera tan meticulosa que me costaba seguir sus detalles. Pero algo estaba claro, estaba cansada de su maternidad.

Cuando Ema se enteró que estaba embarazada recurrió de manera inmediata a su médico de confianza imaginando que encontraría hospitalidad en su desesperado relato, que daba cuenta una vez más, que ningún método anticonceptivo es infalible; pero sólo encontró un espacio hostil. Yo rechinaba mis dientes mientras la escuchaba.
Le invité unos mates, quizás como gesto amoroso, quizá como gesto recordatorio de humanidad.

"¿Por qué no matás a uno de estos dos y tenés el que viene? Así te quedás con un bebé y sin los mellizos" sentenció el médico que, contradictoriamente a su estar en el mundo, porta el nombre de Justo. Una sensación de impotencia empezó a calar mis ojos; Ema seguía con su relato tan tajante y punzante que el aire comenzó a espesarse. Las palabras parecían cargadas de dolor, de rotura, de heridas abiertas. Ella seguía relatando la violencia: "En veinticuatro horas de usar las pastillas vas a estar muerta y al lado del cajón va a estar tu marido y tus dos hijitos. ¿Eso querés?"

Claro que Ema no quería eso. Ema no quería estar muerta, ni morirse, ni matarse. Ema sabía claramente que quería sacar de su cuerpo la violencia engendrada. Ema sabía perfectamente que el lenguaje de la muerte puede ser tan cruel como frágil. Por un lado, el médico arrasó con la misma pasión que arrasó ella. Y por otro lado, saben hablar de la única certeza que nos habita: la muerte. Entonces, dar muerte o postergar la muerte era una definición. (Pienso quizás que si no existiera la idea de vida, entonces tampoco nos mascullaría los sesos la idea de muerte).

"¿Y cómo llegás a nosotras?" le pregunté a Ema para empezar a hablar de las imprecisiones de la vida. Y rápidamente se desprende un largo recorrido de frases seguidas de silencios que llegaban hasta ese día. Lo que da el punto final al paseo fue una clara confesión de su parte "mi marido es policía, él me dijo que si iba a hacer algo, que sea algo seguro. Que las vea a ustedes". Mi mirada desorbitada llamó la atención de Ema que no tardó en darse cuenta de mi incomodidad al escuchar
su relato y dijo: "No te preocupes. Quedate tranquila". No tardé en sonreír nuevamente y sentirme acompañada por Ema.

Tres días después que nos vimos, Ema abortó en su casa usando pastillas, mientras sus hijos dormían y su marido trabajaba. "Estoy sola, bah, con vos".

Pienso en la experiencia, en los múltiples sentidos del verbo acompañar, en las decisiones que vamos tomando al estar atravesadas por otras vidas, por otras muertes, por otras existencias y recordar así nuestra propia finitud.

Belén Grosso.
Neuquén, Argentina.

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