Ceres. Cuatro-treinta de la tarde.
En esa época del año, las frías ráfagas de viento azotando la Avenida Cuzco se sentían como agujas diminutas en la piel. El viento hacía que los dobladillos del abrigo invernal del hombre ondearan en lo que caminaba por ahí sosteniendo un cigarrillo entre los dientes.
No tenía el típico andar de un residente de los barrios bajos. Si mucho, parecía acarrear en su delgada silueta un dejo de soledad y tensión. Para los que estaban acostumbrados a la fangosa y estancada atmósfera, la extranjería del hombre resultaba obvia.
En lo que pasaba, los ojos de los transeúntes se abrían un poco y entonces rápidamente se desviaban. Algo en él era muy diferente. El mundo que habitaba no era el suyo. Odiando involucrarse, se alejaban tan pronto como les fuera posible... y, a juzgar por su andar inalterado, al hombre le tenía sin cuidado.
En Ceres existía una sección donde los repetitivos asaltos a los edificios había resquebrajado sus fachadas de ladrillo exponiendo los huesos de sus esqueletos metálicos. Sin nada que obstruyera la luz del sol, era una especie de broma apodar Blue Chip a esa parte de la ciudad.
Pero aunque las estructuras sobre la tierra estuvieran en condiciones deplorables, las subterráneas seguían manteniéndose en buen estado. Como resultado, en algún punto se convirtió en el punto de reunión y en una zona desmilitarizada para un gran número de pandillas. Incluso los miembros de las pandillas estaban dispuestos a admitir que pelear todo el tiempo era un martirio. Necesitaban un oasis donde pudieran relajarse y bajar la guardia sin ser atacados. Cualquier imbécil que no siguiera aquella regla no podría mostrar su cara en los barrios bajos otra vez.
Nadie nunca creyó que aquella regla mantendría a todo el mundo bajo control, pero pasaron los años y nadie se atrevió a dar el primer paso. Nadie quería ser el primer deshonorado, así que un exitoso aunque tenue balance prevaleció.
Desnudos de la cintura para arriba, los drogadictos colgaban de los rincones de las estructuras metálicas y se colocaban bajo el cielo invernal. Demasiado absortos en su magreo como para preocuparse de quién los estuviera observando, los amantes se besaban con pasión en los túneles de acceso. Y en algún otro lugar un montón de malhablados discutían casi llegando a la violencia.
La DMZ era también conocida como la zona "cualquiera". Ciudad apatía. Todo el mundo llegaba en busca de algo pero a nadie le importaba una mierda qué fuera, siempre que nadie resultara herido por eso.
El hombre prosiguió su camino, y lo dejaron en paz.
Ese mismo día. Nivel subterráneo número tres de Blue Chip. Bar Soraya. A diferencia de casi todos los días, un aire extraño y febril inundaba la estancia. La usual risa vulgar y las bromas groseras le habían cedido el paso a un inusitado silencio. La mirada de todos estaba enfocada, contenían el aliento hasta que el sudor empezaba a aflorar de la piel.
En medio del apretado circulo de espectadores, tenía lugar el juego.
Cualquiera podía jugar, era tan solo una vieja partida de cartas donde la victoria dependía de la intuición y la concentración. Pero no era la clase de juego que pudiera encontrarse en los casinos de Midas. Las apuestas no involucraban dinero ni honor, sino virtud. Los participantes se jugaban su cuerpo con cada ronda.
"Gigolo". Y en el centro de toda esa atención en el Bar Soraya, Riki y Luke lo jugaban.
Era una especie de juego sexual, bastante parecido a un espectáculo erótico. Los participantes empezaban con un beso para ir subiendo las apuestas. Entre más atractivo fuera el premio, más se incrementaban las expectativas. El perdedor pagaba una penitencia. Quienes tenían las cartas también compartían la tensión de los que solo miraban.
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Ai No Kusabi - Vol. 2
Teen Fiction間の楔 Amor de alta alcurnia No tienes permitido usar ropa, privado de libertad y dignidad, humillación hecha por el maestro todos los días. Tres años de ser entrenado indecentemente como una mascota de poder absoluto por Iason. Incluso si Riki regres...