Las ganas

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Echaba de menos la risa estridente de Alba retumbando por cada rincón de aquel piso.

Últimamente no habían coincidido en exceso, de hecho, cada vez lo hacían menos. Hasta entonces, era la única que ponía un mínimo de orden en aquella casa, por lo que desde que había decidido irse, a lo que antes podría llamar hogar ahora se había convertido es una auténtico debacle.
Las fiestas habían sido continuadas y regulares. Cualquiera pasaba por allí pero casi ninguno dejaba huella. Ahí estaba la diferencia.
Para Natalia, que ya iba asumiendo que una parte de ella viviría eternamente enganchada a Alba por más que hubiera intentado alejarla en ese sentido a todo lo posible, había una clara diferencia entre la rubia y todos los demás.
A lo largo de su vida, y en especial durante este último año, se había cruzado a un centenar de caras nuevas mezcladas con otras que ya conocía. Algunas conocidas se habían vuelto borrosas y otras incluso, irreconocibles. Sin embargo, Alba había pasado por ella. No por su vida. No. Había pasado por ella, por dentro de ella. Le había limpiado el alma en el más puro de su significado.
Y nunca se había atrevido a besarla.

Qué absurdo.

Habían tenido meses y meses en los que ambas lo habían compartido todo. Desde la conversación más banal imaginable hasta la entera comprensión con apenas una mirada. Se habían quedado solas días y días sin que ninguna de las dos hubiera tenido el atrevimiento de lanzarse. Ambas sabían lo que escondían. No se daban cuenta que era un secreto a voces.

Si al menos una de ellas, mientras que se acariciaban recostadas en el colchón que tenían por sofá, hubiera alzado la vista y se hubiera atrevido a mirar a los ojos de la otra. No habría hecho falta decir nada más.

Pero nunca lo hicieron, después de meses en los que todo el mundo, salvo ellas, tenía claro lo que les estaba pasando. Las oportunidades habían llegado a su fin.

Para Natalia, que Alba se marchase había supuesto el fin de su lucha interna. Para Alba, marchase olía a nuevos comienzos y a rehabilitación. Tenía que rehabilitarse de esa cara esculpida por los dioses, de ese olor y de esas manos. De esa sonrisa de bebé que se escondía tras una mujer fatal.

Todo se había vuelto adicción.

Y peor aún pintaba todo si recordaban su última conversación.

- ¿Necesitas que te ayude? - Preguntó Natalia apoyada desde el marco de la puerta de la habitación que había compartido con la rubia en innumerables ocasiones, viendo como la otra se dedicaba a embalar cajas de cartón con libros y su material de pintura.

- No te preocupes, lo más difícil ya está hecho.- Ahí estaba Alba con su indescifrable corazón en un puño.

- Quiero ayudarte.- Susurró apenas la morena, que realmente tenía ganas de llorar. - Esta siempre va a ser tu casa, ¿lo sabes, no? Vuelve siempre que te apetezca.

- Tú siempre vas a ser mi casa.- Musitó para sí misma la rubia. - Nat, que nos vamos a seguir viendo casi igual que ahora.

- Ese es el problema, Albi. - Se envalentonó Natalia. - Cada vez nos veíamos menos y eso que vivíamos en la misma casa. No me quiero distanciar de ti. - Tembló. - Vamos, ni de ninguno de nuestros compañeros. - Ingenua, siempre reculando.

Alba nunca había esperado que Natalia se declarase, ni siquiera que le regalase un te quiero, o un, me importas más que nadie y no quiero perderte. Pero si había algo que le hundía más de lo normal era que simplificase su relación hasta equipararla con la que mantenía con el resto de sus compañeros. Joder, sí, en teoría todos se adoraban, pero no podía evitar pensar que cada vez que lo hacía estaba siendo una cobarde.

Su historia era la del quiero y no puedo.

Ambas, buscando el bien y lo mejor para la otra, jamás se habían confesado nada. Sin embargo, las dos, si había algo que desearan más que nada, era quererse sin barreras, con todo lo que esto significaba. ¿Qué incoherente, verdad?

Relatos  | Albalia |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora