Capítulo 3: Los Zapatos de la Abuela.

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—Ya dejemoslo así. Tú empezaste yo termino.
—No es mi culpa que no entiendas la jerga de la ciudad.
—Crees que no te merecías aquello. Te mereces eso y mucho más. Para que aprendas a no decir zanganadas. Y ¿jerga? Ah. Entonces tengo derecho a decirte lo mismo. ¡Comete esto! Pues ¡chupalo!
—No, no es lo mismo, la jerga es algo que se emplea en integrantes del mismo grupo social. Tú no puedes. No te queda.
—Ah entonces puedo usar mi jerga contigo. Animal, cucaracha malparido, paleto, palurdo cateto. - mascullé encolerizada.
—Ah no lo entiendes. Eso no es jerga. Lo que dices es lenguaje soez y vulgar de tu pueblo.
—Ah ¡Quiero matarte! Sal de encima de mí.
—Umh, no.
—¿Te diviertes pendejo?
—Uhm, sí.  mucho. ¿Cómo te enteraste? me divierto con salvajes como tú. Aunque es la primera vez que conozco una mujer tan pueblerina. Ah no cierto conocí una hace mucho tiempo.
—Mira como me interesa tu vida de niño mimado y engreído. Destruyes la imagen de la ciudad con tu acritud. Por tipos como tú. La gente ya no confía en los citadinos.
—¿De dónde eres? Puedo adivinarlo umh será del pueblo ¿peor es nada? O ¿simio no mata a simio?
—La tuya. ¡Qué te interesa! Y tú eres de ¿pueblo arrecho?
—La pueblerina aquí eres tú. No yo.
—Ah el niño muy presumido de ser de ciudad.
—No me había fijado. Pero parece que sí. Por lo menos no olemos a vacas y a rancho... Aquel tipo estaba llegando muy lejos. Estaba insultando a mi rancho y vecinos, a mi pueblo. Y yo era una defensora. Defensora de la vida, de los animales, de los pueblos, de las personas. Per-so-nas. No animales.
—Aunque te sea difícil de creer, las vacas huelen mejor que tú, ellas huelen a pasto y a leche. No a orina, ni a excremento como hueles tú pedazo de animal y tu ciudad nauseabunda. No quería insultar la ciudad donde vivían mis abuelos y en dónde se habían conocido sus padres.
—¿Yo... huelo a orina? Me acercaré para que olfatees bien. ¿O no sabes diferenciar el olor de orina de Hugo BOSS? —Con este tipo no me alcanzaría la vida para terminar de discutir. Disimulé no oler su irresistible, magnética y adictiva fragancia. Y él con su cara pedante lo sabía. A cuantas chicas no habrá vuelto locas con ese magnético y delicioso olor. Olía a frutas exóticas, vainilla, cuero y madera con cierto olor picante que a cualquiera volvería adicta.  Acercándose reclinándose encima de mí, evité su cercanía.
—Igual a orina y excremento. —dije enojada por su irresistible olor. O la humedad hacía que se sintiera más. —Hugo boss te ha estafado.
—No lo creo. Tu olfato está mal. Estás acostumbrada a esos olores y sudores de ranchos, cerdos y vacas. Ah olvidaba que tu eres de pueblo. ¡Qué conocerás de fragancias! —Pensé en mi pueblo, en mi papá, en lo tarde que era y en la costumbre de mi casa en dormir temprano. Cosa que odiaba. Lo único que amaba de la ciudad era eso. Podías dormir a la hora que quieras. Siempre estaba despierta.
He discutido con este energúmeno por más de cuatro horas. La torrencial lluvia se había convertido en llovizna, pero las calles de la ciudad se encontraban encharcadas. Me imaginaba por las alcantarillas tapadas.
—Déjame ir. Es muy tarde. —Suspiré agitada y agotada. De un resfriado ni uno de los dos nos libraremos.
—Que la niña está aprendiendo un poquito de educación y etiqueta. Hay un protocolo y se dice por favor.
—Por favor —gruñí entre dientes. Me dolía la vida ser educada con un zoquete como aquel. Pero de una patada no se librará. Le daré muy duro en sus pelotas, buscaré mis zapatos y saldré corriendo.
—Está bien. Tregua.  —Extendió su  mano. La que rechacé. Sosteniendo mis zapatos.
—Mhhh... —quise arrancar de sus manos mis zapatos. Cuando él los alejó. Supe que no sería tan fácil. Salté para alcanzarlos pero era un joven muy alto. Más que yo.
—Te pedí disculpas, necesito mis zapatos.
—No no los ha hecho. Solo dijiste déjame ir, es muy tarde por favor. Y como no puedo resistirme a una petición educada accedí.
—Tú tampoco lo has hecho.
—Lo he hecho. Te dije tregua. Que significa paz.
—Tu crees que lograr la paz es así de fácil.
—¿Acaso no lo es? Soy un hombre de paz y tu una mujer de guerra.
—No. Hagamos algo. Devuélveme los zapatos y te pediré tus respectivas disculpas.
—Umhh no. Porque no me pides disculpas y te doy los zapatos. —Aquellos zapatos eran mis favoritos tanto como la malteada de fresa, pero este hombre me hacía olvidar todo. Mis dos cosas favoritas incluían a la misma persona. Mi hermosa abuela.
—Di... —el discúlpame se trabó en mi lengua.
—Estoy esperando —dijo el canalla con sus piernas cruzadas. Soplandose las uñas.
—No es justo —mascullé como niña engreída, lo que siempre funcionaba con mis abuelos y no tanto con mi madre.  —¿Y las tuyas?
—¿Las tuyas?
—Tus disculpas.
—¡Yoooo! ¿por qué? Fui el primero en decir tregua. —Aquí no terminaría nunca. No sé equivocó en juzgar a este tipo, como un energúmeno y orgulloso. No le alcanzaría ni esta vida ni otra para cambiar.
—Me has dicho pueblerina.
—Tú me dijiste animal.
—Animal y otras cosas  —corregí.
—Exacto. Así que estoy esperando. —Muchas personas me exasperaban pero él se ganaba el premio mayor.
—¿Si lo hago? ¿Me devolverás los zapatos?
—Lo prometo. —Lo miré con sospecha. —Con todo mi corazón —añadió—. Mostrando el signo de paz y colocándolo en su corazón.
Al decir esa frase me conmovió, casi me convence. Era la frase que tenía con mi abuelo. El la añadía al final de cada frase que me dedicaba. El mejor hombre de la tierra.
—Te pido... dis... —Su mirada arrogante y el hecho de que pensara que había ganado pudo más conmigo. Me olvidé de mis zapatos. No sé en qué momento di la vuelta y lo pateé. Él alcanzó a protegerse con las manos, mientras agarraba mi pie pateador derecho.
—Así que no has aprendido. —Mientras ajustaba mi pie derecho. Quise mantener el equilibrio con un solo pie. Pero no puede así que mientras caía me zafé de su agarre. Lo desafié con mi mirada. Él me retó también. Agarro mis zapatos y los lanzó al alcantarilla cercana.
—No puedo más. No puedo contigo. Niña pueblerina. —Abalanzándose hacia mí. Agarró mis manos. La lluvia se prendió y encendió la noche. Mientras se colaba en esa nube espesa de furia y desafío que había entre ellos. No pude evitar girar a ver mis zapatos. Que corrían por la calle.
—Mis zapatos. Idiota. Son mis favoritos. Me los regaló mi abuela —escupí con enojo. 

Quise ir tras de ellos. Pero lo único que sentí fueron unas increíbles ganas de llorar. La furia que sentía me carcomía por dentro. Él miró hacía la dirección de mis zapatos.

—Mierda— vociferó—. Se van. —Muchas personas habían muerto por menos que eso.
Peleando me lancé sobre su espalda, para golpearlo, él lanzó su zapato. —Mira el mío también va por el alcantarillado. Va ganando observa le va ganando a ese vaso de basura.
—¡Recuperalo estúpido! —Me solté de él y corrí tras ellos. Mis zapatos valían la pena. Lo valían. Lo valían todo. Me los había regalado la abuela. En mi cumpleaños diecisiete. Corrí y él tras de mí, hasta que mis zapatos se perdieron en el río hacia abajo que había formado la lluvia en la calle.
Los había perdido para siempre. Los zapatos de la abuela. El corrió a alcanzar su zapato que se había quedado atrapado en un arbusto de la acera.
Quería llorar. Al ver perdidos mis zapatos corrí, en dirección contraria, hacía mi residencia. Enojada, porque si no me iba de allí, cumpliría mis palabras, lo asesinaría a punta de pedradas. Y no estaba bromeando.



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