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Habían pasado dos meses, probablemente los dos meses más difíciles de mi vida y al mismo tiempo los mejores. Había ganado la pieza ausente de mi rompecabezas, la que creí perdida para siempre, vivía en una casa grande y lujosa con las dos personas con las que mi madre hubiera querido que creciera en su ausencia y ellos se habían convertido en una parte de mi mundo que no podía faltar. Pero sentía como si ahora todas mis piezas estuvieran flotando, porque aún les faltaba algo, algo de lo que sostenerse para volver a estar en equilibrio. La única persona que había sido capaz de volver a unirlas, aún cuando estaban incompletas.

Lejos de la presión de ser una bailarina, comenzaba a sentirme mejor conmigo misma y cada día que pasaba lejos de aquellas aulas, extrañaba más todo lo que no supe valorar de mi tiempo en ellas. Y, sin embargo, todo en mi cabeza era contradictorio. Quería ganar peso solo para poder volver a clase y para que mis abuelos dejaran de preocuparse, pero al mismo tiempo la idea me aterrorizaba. Luchaba constantemente contra mis pensamientos cada vez pasaba delante de un espejo o me ponían enfrente un plato de comida. Cada vez que me veía casualmente reflejada en el vidrio traslúcido de las mamparas o cuando el día de mi próximo control se aproximaba.

Me habían recetado pastillas anticonceptivas para regular mi ciclo menstrual, así que comiera o no, subir de peso era inevitable. No tenía caso seguir matándome de hambre. Continuaba con aquel régimen alimenticio, me sobrealimentaba, iba a chequeos semanales y físicamente me sentía "recuperada". Más no mentalmente, no del todo. Volver a subir de peso no me hacía bien y debo admitir que el primer día que me pesaron y los números revelaron que había recuperado tres kilogramos, mi mundo se vino abajo. Lloré, pero pronto me sequé las lágrimas y prometí que no lo haría más. Yo no era mi enfermedad y necesitaba recobrar esa parte de mí que había olvidado. Quería volver a ser Liv.

En casa, mi abuela se había deshecho de todas las balanzas, por si las dudas, y me sentía como una niña cuando me sentaba a la mesa y ella no se movía de mi lado hasta que hubiera terminado todo mi almuerzo, tardara lo que tardara. Las consultas con el psicólogo eran tortuosas, sentarme a presenciar como un extraño intentaba descifrar mis pensamientos y emociones, hurgar en mi vida con una pala como si fuera un minero que escarba entre montones de rocas para buscar diamantes. Pero era algo que debía tolerar una hora a la semana si estaba dispuesta a recuperar mi vida.

Mi abuela había prometido que tan pronto estuviera 'más fuerte' podría volver a la escuela, pensando que aquello me serviría de motivación para recuperarme. Pero las dudas seguían ahí, la inseguridad seguía ahí, el miedo a que la presión y la voz en mi cabeza volvieran a imponerse sobre mi nueva lucidez. Incluso Gerda había venido hasta mi casa solo para saber cómo estaba y poder conversar conmigo. Sus palabras y su cariño habían tenido siempre para mí un peso mucho más grande que el de cualquier otra persona. Su opinión era capaz de levantarme del suelo o derrumbarme junto con mis sueños. Y es que ella era, tal vez, mi más grande referente para la danza y para la vida.

Ella me contó que cuando estaba en la escuela había pasado por una etapa muy similar a la mía y que incluso había estado a punto de dejar la danza por culpa de una maestra que vivía atormentándola, porque sin darse cuenta canalizaba su propio fracaso en forma de duras críticas hacia sus alumnos. Y resultaba que aquella maestra era Helen Ross, quién tras perder su puesto como primera bailarina de la compañía a causa de una severa lesión, empezó a enseñar a los alumnos del programa de Formación Artística Temprana.

«Sabemos lo que el ballet nos exige y lamentablemente no todos nacemos con el físico ideal para la danza, pero tampoco se trata de generar traumas. Eso no es ser un maestro. Gracias a Dios yo siempre tuve a mi mamá y a mi hermana al lado, que me abrían la boca de un par de cachetadas cada vez que yo decidía dejar de comer. Yo nunca quise ser esa clase de maestros Liv y sé que no lo soy. Yo quiero lo mejor para ustedes y creo que nunca me he cansado de repetirte que tienes todas las condiciones para enfrentarte a esta carrera, que a veces puede ser tan ingrata. Y no me refiero solo a tu potencial como bailarina. Todos tenemos ciertas limitaciones, no permitas que tu mente sea una de ellas».

DesadaptadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora