Noche Buena.
Hace un año podría haber contado con mis dedos las palabras que pronuncié en toda la noche. Mis abuelos me enviaron un regalo que, como todos los que recibía en navidad y mi cumpleaños, había tirado a la basura sin siquiera rasgar el papel para descubrir de qué se trataba esta vez.
Me había esforzado por ordenar los cuarenta y dos metros cuadrados que ocupaba mi diminuta y desastrosa casa. De tirar las botellas de licor vacías y los envoltorios de comida rápida que llevaban semanas pudriéndose en la cocina, y de recoger las prendas de ropa sucia esparcidas por la sala y el baño. No porque fuera noche buena, ya que no había un solo adorno en aquel insignificante espacio que hiciera alusión a las fiestas navideñas, sino por mí. Porque no quería cenar con mi madre y su novio en aquella inmundicia como si existiera algo que celebrar.
Aún así debo vestirme como si fuera a salir de casa y la sonrisa en el rostro excesivamente maquillado de mi madre era el único motivo por el cual fingía disfrutar del pollo broaster de un recipiente grasoso y la compañía de aquel hombre. Mi madre no repara ni por un instante en mi, ya para entonces, habitual silencio o en mi gesto de incomodidad. Pienso que apenas repara en mi presencia. Extrañaba las navidades en que la pasábamos las dos solas en pijama y en las que un solo regalo me bastaba para sonreír de verdad. Antes de perderla a ella, su mirada ya lucía perdida y ella lucía tan desorientada, que había llegado a pensar que ya no era mi madre quién me observaba detrás de sus pupilas dilatadas y el grueso delineador negro. La realidad es que mi madre, ausente, me había dejado incluso antes de dejarme.
Y, tal vez, me hubiera esforzado por sonreír una única vez aquella noche si hubiera sabido que esa sería nuestra última navidad juntas. Pero a tan solo días de perderla quería seguir creyendo que la vida para ambas mejoraría, que yo haría que mejorase. Que algún día llegaría a pertenecer a una de las compañías más importante de ballet y ella no tendría que volver trabajar. Entonces la llevaría conmigo a Europa, a un mini departamento justo como este, un poco más sobrio y con menos recuerdos, desde el cual se podría ver la torre Eiffel tan pequeña a través de la ventana que podría pretender sostenerla con mis dedos.
Estoy abstraída en mis pensamientos mientras ayudo a Benito a servir la mesa para la cena. Una mesa larga y perfectamente decorada bajo la enorme araña de cristales que cuelga del techo. Mi abuela había sugerido invitar a Roger y a Sonia a pasar la navidad con nosotros y aquella me había parecido una idea maravillosa. Siete personas siempre iban a ser mejor que cinco, pero aún así, quedaría un espacio vacío.
-¿Así vas a recibir a tus invitados? -me pregunta Benito, al tiempo que me alcanza el bowl de puré de camote para llevarlo hasta la mesa.
Traía puesta una falda acampanada color conchevino unida a una blusa celeste de manga larga con cuello bebé sobre unas mallas negras, me veía elegante. Lo suficiente para una cena navideña. Entonces, bajo la mirada hacia mis pies. Aún traigo puestas las medias de lana que me cubren hasta las pantorrillas, no iba a sufrir con los tacones hasta que no fuera estrictamente necesario. Pongo los ojos en blanco ante a la mirada de desaprobación de Benito, y me doy vuelta para dejar el recipiente de vidrio en su lugar. En ese momento, suena el timbre. Demasiado tarde para correr escaleras arriba -pienso. Benito se aproxima a abrir la puerta y no es porque sean nuestros únicos invitados, pero la voz estridente de Sonia se hace sentir a kilómetros de distancia.
-¿Ya llegaron? -aparece mi abuela por las escaleras, más elegante que nunca-. ¡Emma, ya baja!
La imagen de Roger cargado de bolsas de regalo hasta el cuello y la estrafalaria mujer enfundada en un vestido floreado sobre descomunales tacones como agujas que repiquetean contra el piso de tablones de madera, dibuja de inmediato una sonrisa en mis labios. Mi abuelo baja ajustándose aún la corbata y alcanza a mi abuela al pie de las escaleras en forma de caracol. Benito ayuda al atarantado hombre con los paquetes tan pronto han atravesado el umbral de la entrada y este le agradece con la mirada.
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Desadaptados
RomanceLos tatuajes eran su armadura, algo que había construido por años para protegerse, pero había uno en particular que desentonaba con su apariencia ruda. Tenía la forma de una flor, pero se camuflaba en blanco y negro en aquel océano de tinta que nave...