¿Año nuevo?
Ese día por la tarde fue la primera vez que esperamos un atardecer, el último del año, al mismo nivel del mar, descalzos sobre la arena humedecida que asemeja un espejo y en cuyo reflejo se duplica la tonalidad cetrina del cielo. La neblina nos abrazaba y una bandada de cientos de aves irrumpe en el horizonte tan cerca y tan lejos que da la impresión de un cielo estrellado a plena luz del día.
-¿Oyes eso? Es música -lo miro extrañada-. El sonido de las olas.
-¿Estuviste bebiendo antes de salir? -me río y él hace lo mismo, pero pienso que quizás no sea una idea tan descabellada.
Ya han sido dos meses lejos de las aulas y los zapatos de punta, pero mi mente aún es capaz de hacerme danzar al ritmo de las olas, aquellas que se rompen naturalmente en la orilla y otras tantas que colisionan contra los montículos de rocas en el camino, la espuma que burbujea sobre la arena y el graznido de las aves en medio de su vuelo.
-Liv, mira, allá arriba -el brazo tatuado de mi novio se extiende en dirección opuesta al océano. Su voz refleja alarma y confusión.
Me vuelvo hacia el acantilado, con los ojos puestos a varios kilómetros de donde nos encontramos, y siento como si el agua salada que baña mis pies subiera de pronto por mis venas y me helara hasta los huesos cuando diviso la silueta de un hombre tambalearse en la cima, de pie, sobre el murete, al borde del barranco.
-¿Ese no es nuestro lugar?
Estábamos exactamente a la misma altura, en el mismo punto de la quebrada donde tantas veces admiramos el paisaje del que hoy habíamos decidido formar parte. Mientras un hombre, un completo extraño, había elegido nuestro lugar para observar el mundo por última vez antes de lanzarse al vacío.
-Tenemos que hacer algo -las palabras escapan de mis labios en una exhalación al mismo tiempo que aquella sombra parece perder el equilibro y resbala como una roca que se desprende de las montañas para descender abruptamente por la colina.
El cuerpo del desconocido rueda por la pendiente mientras impacta una y otra vez contra la superficie rocosa de la montaña hasta impactar, finalmente, y fuera de nuestra vista, contra el suelo terroso. El murmuro de las olas permanece aún cuando el silencio se hace cargo de nosotros como si ambos nos hubiéramos puesto de acuerdo para contener la respiración. Mi corazón golpea con fuerza aunque se trata de una vida totalmente ajena a la mía la que acaba de extinguirse con la misma rapidez que el sol se oculta en el horizonte cuando el ocaso ha llegado a su punto máximo. Tan solo segundos.
Una masa de curiosos se ha apiñado para continuar obstaculizando mi vista aún cuando hemos alcanzado la carretera.
-¿Estás segura que quieres acercarte?
No lo hacía por simple curiosidad ni mucho menos por un interés morboso, sentía un extraño impulso que me llevaba a esquivar aquella aglomeración de personas que se había encargado de registrar el evento con sus celulares, y que posiblemente ya había sido compartido en las redes sociales y visualizado miles de veces. Un suicidio en pleno litoral en el último día del año.
Dominada por aquel impulso voy esquivando uno tras otro los cuerpos mientras el sonido de una sirena se aproxima para opacar el rugir de la marea y el constante cotilleo de la gente. La voz de Nik se hace lejana, igual que todo lo demás, mientras avanzo sumida en mí misma, casi poseía, entre la espesa masa de gente. Y sé que me he perdido aquel último atardecer cuando siento que la luz ha dejado de ser suficiente y no consigo detectar las facciones del suicida que ahora yace inerte e irreconocible sobre la tierra.
Entonces siento como el suelo bajo mis pies me abandona y por una efímera fracción de tiempo la noche me golpea. Los brazos de Nik me sostienen con fuerza para evitar que mis rodillas se encuentren con el suelo al mismo tiempo que miembros de la policía se encargan de disgregar a la muchedumbre para intervenir el cuerpo. Cuando me doy vuelta veo como una fila de autos se ha formado a causa del tumulto que obstruye el tránsito y las bocinas no dejan de sonar estrepitosas. El cielo se ha tornado frío y las nubes han comenzado a oscurecerse como algodones sumergidos en tinta.
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Desadaptados
RomanceLos tatuajes eran su armadura, algo que había construido por años para protegerse, pero había uno en particular que desentonaba con su apariencia ruda. Tenía la forma de una flor, pero se camuflaba en blanco y negro en aquel océano de tinta que nave...