3. La sombra

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Al parecer todavía no se había percatado de mi presencia. Tomé la favorita de papá y salí del hotel, procurando que no me viese.

El sujeto estaba en la esquina de la calle, mirando confundido. Agachada, me acerqué sigilosamente detrás de él. Estaba a unos pocos metros de lo que podría ser un hombre inocente o el peor de los asesinos seriales.

Sin embargo, mi plan falló totalmente cuando él se dio la vuelta. Rápidamente, lo apunté con la favorita de papá.

—¡Quieto! ¡Arriba las manos!—grité ferozmente.

—¡Woh, woh! ¡Espera, no! ¡Qué haces!

Me sorprendí muchísimo al ver que ese no era un hombre. Con un corte de pelo similar a un hongo y una baja musculatura, esa temible sombra era solo un chico, que lucía de mi misma edad. Uno muy poco atractivo, para ser sincera. Sus ojos, extremadamente abiertos, reflejaba claramente el miedo que sentía.

—¡Cállate! ¡Sígueme inmediatamente!

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Pero cálmate, por favor!

—¡Dije que te calles!

El chico obedeció.

Subimos a mi departamento. Cuando llegamos le ordené que pusiese su mochila en la cama. Tomé una silla del balcón y una cuerda. Lo amarré.

—¡Vamos, no seas así! ¡No soy un peligro! ¡En serio!

Y bueno, con su aspecto físico parecía que tenía razón.

—Cierra la boca. Ahora te haré preguntas. Si no contestas, te reviento la cabeza.

El chico abrió más los ojos y asintió.

—¿Quién eres?—pregunté.

—Me llamo Terencio. Terencio Gurdián. ¿Y tú, quién eres?

Lo ignoré.

—¿Qué estabas haciendo por estos lados? —continué preguntando.

—Cuando, ya sabes, todos desaparecieron, me vine aquí a buscar personas. Al menos a grandes rasgos...

—¿A grandes rasgos?

—Es algo muy personal...

Lo apunté con la favorita de papá.

—¡Está bien! ¡Está bien! Pero no tiene nada que ver contigo...

—No me importa.—. Mi voz sonaba imponente.

—Mira... Cuando me desperté hoy día y vi que, sin ninguna razón, todos mis amigos se habían ido... me puse, pues... bastante triste—comenzó a ver el piso. Su mirada perdió enfoque.—. Voy a encontrarlos, aunque me cueste todo.

—¿Sabes dónde están todos?

—No. Pero la tribu predipoxio sí.

La tribu predipoxio fue el grupo de personas que difundió lo que iba a pasar el 18 de abril. Son muy pocos y bastante raros.

—¿Ok? ¿Y cómo los vas a encontrar?

—Algunos vivían cerca de Litlaz...

—¿El pueblito del norte? Eso no queda demasiado cerca que digamos...

—Lo sé. También vine aquí porque podía llevarme comida y objetos útiles, además de un auto.

—Está bien, ¿pero cómo sabes que hay predipoxio en Litlaz?

—Mi papá era un experto en la historia de, pues, tribus de todo tipo.

—¿Y por qué estás tan seguro de que te vas a encontrar con algún predipoxio en Litlaz?

—Realmente no estoy seguro. Pero es probable que haya alguna pista, explicación o algo...

«El plan de este chico, Terencio, tiene algo de sentido. Aunque dudo de que sea posible traer a todos de vuelta. Además... yo no quiero que vuelvan todos. Quiero quedarme sola...»

Hubo un largo silencio.

—Y... ¿cómo te llamas?—me preguntó.

Me tardé en responder.

—Amanda. ¿Feliz?

—Pues sí.—mostró una sonrisa. ¿Por qué quiere saber mi nombre?

—Amanda, si quieres puedes venir conmigo a Litlaz. Debe ser un lugar mucho más calmado que la gran ciudad, sin edificios, sin plantas nucleares subterráneas, con más árboles y natur...

Plantas... ¿nucleares? ¿Dijo "plantas nucleares subterráneas"?

—Espera, mencionaste algo de plantas nucleares.

—Pues sí, recuerda que la energía de esta ciudad se sustenta con una planta nuclear que se encuentra justo debajo de ella.

En ese momento, lo recordé. Recordé todo. Terencio tenía toda la razón. Había una planta nuclear subterránea. Y no era pequeña.

«Si hay una planta nuclear sin nadie que la opere, esa cosa va a explotar. Hay que escapar... Hay que escapar lo más pronto posible. Maldita sea... Justo cuando había inaugurado mi independencia... Justo cuando por fin soy libre... El malestar de toda mi vida se había ido, ¿por qué no puedo sentir paz de una maldita vez?».

Deje la favorita de papá, lejos de Terencio, y saqué un cigarro. Me fui al balcón y empecé a fumar como loca.

Terencio que seguía amarrado dentro, me miró curioso.

—Amanda, ¿estás bien?—preguntó.

Me terminé el cigarro y, aunque no me sentía más aliviada, podía, al menos, pensar mejor.

—Terencio. Tenemos que irnos. Urgente.

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