Capítulo III

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                                                                                                                                                                                                              III

                                                                                                                                                                                                         - 1175 -

Siete años de entrenamiento, oraciones, lecciones de gramática y del uso correcto de la espada curva, de cómo disparar la flecha y de cómo montar con gracia un caballo salvaje, de cómo soportar el dolor más terrible y la tentación más dulce. Siete años de reglas aprendidas, obedecidas e inflingidas, de castigos y de felicitaciones, de amistades forjadas y de aquellas rotas.

Siete años desde que los hermanos Abd al-’Ahad arribaron al castillo de Masyaf.

El Sol golpeaba sin piedad la espalda desnuda de un muchacho de unos veintidós años que arrodillado sobre la hierba, ante su general totalmente vestido de blanco, parecía ignorar el intenso calor; sonreía por su cansancio y las gotas de sudor que caían en su boca, y le hacían saborear el salado líquido. Su piel bronceada brillaba, y sus miembros no respondían a los comandos a los que él sometía con todas sus fuerzas. Sus camaradas seguían ejercitándose, tratando de ignorar la voluntad de acudir a ayudarlo.

El general se acercó a su rostro y le dijo: 

- ¿Es qué te has cansado tan pronto, hijo de Tamir?- preguntó, expresando su sonrisa sin ninguna discreción.

- Nunca, general Yusuf- dijo mintiendo Hassan, escupiendo a un lado la transpiración que entraba en su boca y tomando una gran bocanada del aire fresco de los alrededores de Masyaf.

 - Pues entonces, continúa con el entrenamiento, soldado- le replicó Yusuf.

 Hassan obedeció y con un gran esfuerzo se apoyó en su rodilla derecha para levantarse. Sintió como los músculos hervían bajos sus ropas y piel. Corriendo con la respiración agitada, llegó a alcanzar a su hermano, quién empezaba a subir verticalmente por una pared de roca, con pequeñas y limitadas salientes de las que sujetarse. Djafar dedicó una mirada al agotado Hassan y le dijo:

- Lamento no haber podido socorrerte, hermano- dijo tímidamente, con una mirada llena de compasión.

 - No te preocupes por ello, Djafar- le respondió Hassan y sosteniéndose con su mano derecha de la saliente, empujó a su hermano y lo hizo caer unos pocos metros en las suaves hierbas que se encontraban en el suelo. 

- Perdona por no poder “socorrerte “a ti, hermano- le gritó riendo Hassan. 

Con una falsa ira y una sonrisa en los labios, Djafar le replicó que lo alcanzaría y le haría pagar por eso. Lo tomó de la pierna para retrasarlo, y comenzó a subir nuevamente. Se formo así una carrera entre los hermanos Abd al-’Ahad, por quien superaría primero la prueba. Resultó finalmente victorioso Hassan quien se adelantó, gracias a su destreza y agilidad, de Djafar y de sus compañeros por una considerable distancia. Yusuf le felicitó con palabras y aplausos. “Allí va la gacela nizarí” decía refiriéndose a las habilidades acrobáticas de Hassan. Cuando era el turno del combate cuerpo a cuerpo y de los ejercicios con el arco y flecha, era Djafar quien se destacaba, por lo que le llamaban el “león ismaelita”, por su furia al realizar los ataques y su maestría al esquivarlos.

Los soldados de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora