XII

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                                    EN EL CIRCO 

Yo no había ni siquiera sospechado la importancia de Harry en el Circo Metrogoldin. Su número oficial, del que me había hablado al paso en más de una  oportunidad, era el de equilibrista o alambrista, como decían allí. Sin embargo, ese  papel estaba muy lejos de agotar su importancia. A partir del inicio, el público no podía  menos que fijarse en el. Así era tan pronto se escuchaban los compases de la marcha  Doble águila.

En aquellos años los circos se conectaban, con o sin permiso municipal, a los  cables eléctricos urbanos, de tal manera que disponían de buena iluminación, y la  mayoría de los más modestos ya había remplazado la costosa orquesta por el  tocadiscos. Los artistas entraban en una fila, encabezados por Harry; por una  Harry de guaripola, malla esplendorosa, escamada o no, capa y chaquetilla  cortas, y botas de media caña. Con su cabellera recogida sobre la nuca, su rostro  quedaba generosamente expuesto al público, que admiraba su belleza ahora  majestuosa.

La fila se bifurcaba al llegar a la pista y los circenses seguían marchando  alternativamente, unos por la derecha y otros por la izquierda. Los únicos que  permanecían parados, marcando el paso al borde de la pista y sin acceder a ella, eran Harry y su padre; éste, a veces de librea con alamares y chistera de altísima copa,  otras de estricta etiqueta con absoluto predominio del negro o, por el contrario, de  iridiscente casaca de terciopelo, camisa de seda y pantalón de fantasía. Cuando los artistas se topaban al otro extremo de la pista, la música enmudecía y el padre de  Harry saludaba al público dándole la bienvenida y nombrando a los payasos,  quienes al escuchar sus motes brincaban haciendo piruetas. Al término de sus palabras  se ponía otra vez la música y Harry, pasito a paso, cruzaba airoso la pista hasta  enfrentar a los artistas en el otro extremo; ahí se daba la media vuelta y encabezaba  la marcha de salida. Se sucedían después los varios números, los aéreos de trapecio  sencillo y doble, los payasos, el mago, los acróbatas, los de fuerza capilar y dental, los  dandis acrobáticos, y así. Fuera de su garbosa aparición inaugural, Harry actuaba  en dos ocasiones. Primeramente, subía por una estrecha escalerilla hasta una de las  dos más altas plataformas que también ocupaban en sus números los trapecistas y que ahora se hallarían unidas por el delgado puente de alambre; sobre su cabeza se  mecían la tela y sus relingas, de hecho al alcance de su brazo estirado, de manera que  su actuación se realizaba en el espacio cónico de la carpa más arriba del ruedo.

Harry hacía desde allí el tradicional saludo de artista circense, con un brazo y luego  el otro, en ese gesto de ofrenda y llamando la atención con las palmas abiertas al  cielo. Tomaba enseguida la vara metálica que le servía de balancín y sólo entonces se  oía El Danubio azul. Un paso, y ya estaba con un pie sobre el alambre y, a  continuación, junto con situar el balancín horizontal respecto de su cuerpo, acometía el  paso que la dejaría del todo sobre la cuerda. Acogiendo la cadencia del vals, Harry avanzaba. Las miradas del público, cabeza alzada, no se le despegaban, asombradas  del aplomo que él iba adquiriendo hasta que, ya, de un saltito estaba ahora sobre la  otra plataforma. Ahí volvía a saludar y se disponía al regreso, y entonces, justo en la  mitad de su precaria senda, Harry se detenía y empezaba a columpiarse. Su figura  se veía arriba, abajo, arriba, abajo... hasta el punto en que el alambre parecía adquirir  una elástica consistencia que hacía posible esa oscilación. Y, de pronto, dejando a  medio mundo con el corazón en la boca, Harry simulaba perder pie y, en efecto,  ¡qué resbalón! ¡Oh, caía, caía! Pero ¡ah!, ahí el balancín daba en cruz contra la cuerda  y de ese encuentro nacía un impulso que propulsaba a Harry aladamente hacia  arriba, hasta que sus pies, ¡ah!, de nuevo posados sobre el alambre, nos devolvían el  alma al cuerpo. El público rompía en aplausos y el, ligerita, de un santiamén se  allegaba a la plataforma desde la que volvía a saludar. En ese momento se soltaría el moño, y así vendría escalerilla abajo con la cabellera derramada y su carita llena de  júbilo hasta el centro de la pista donde, ahora sí, de veras, se despedía enfrentando en  giro a todo el público. Pero ése no era su número culminante; éste venía mucho  después, al final, y con él se cerraba el espectáculo. Era breve y muy riesgoso. El  trepe. Harry aparecía con su malla y su capa, dejaba esta última abajo y ascendía  nuevamente por la escalerilla. Pero ahora la cuerda, que antes cruzaba de plataforma  a plataforma, discurría desde una de éstas en tenso trazo diagonal hasta anudarse en un gancho enterrado a un metro del borde de la pista. Por ese alambre en tan  pronunciado ángulo iba a deslizarse Harry desde la altura. Cuando estaba a punto  de iniciar el descenso, se oía el redoble de un tambor, único instrumento que quedaba  de la orquesta de otrora, y que también servía en los momentos cruciales de los saltos  mortales de los trapecistas. No dejaría de oírse hasta que ella aterrizara sobre el  apisonado de aserrín. Después de abandonar en el preciso segundo el riel por donde  venía a gran velocidad y en creciente aceleración, Harry, ante un público de pie que celebraba a gritos su proeza, recogía su capa y se retiraba haciendo venias hasta  desaparecer tras el cortinaje de la entrada.

En cuanto a mis tareas en el circo, no se limitaron a la atención de quioscos. La  naturaleza de la vida circense, me refiero al trabajo y a la convivencia solidaria,  obligaba a que todos se prodigaran, estando siempre dispuestos a colaborar en las  múltiples cosas que había que hacer y que nunca dejaban de aparecer de la mañana a la noche. Sería tedioso que diera cuenta detallada de esta materia y claro está que no  lo haré, pero no puedo dejar de mencionar el rudo trabajo que significaba levantar la  carpa y los traslados del circo. Tuve que estar, como todos, también un tanto en todo.

Recosiendo las relingas y retenidas a la tela, parchando, ya que esos remiendos no  eran cosa sólo de mujeres, enterrando los parales para el dístomo de los ruedos,  anudando cuerdas a lo marino, asentando las graderías en las escuadras... Y eso que  el Metrogoldin era un circo pequeño, de un par de mástiles, alrededor de veinte  artistas y para un público no mayor de ochocientas personas. En menos de un día  levantábamos la carpa y antes de tres ya la estábamos desarmando, y cargando los  camiones para el traslado a otro pueblo, a otro balneario. Íbamos hacia el sur.

-Porque al norte -me decía don Desmond- las ciudades se distancian más y hay  menos habitantes.

-Pero en invierno... -comenzaba a objetarle yo, conociendo el rigor de las  lluvias australes.

-Ah, no, muchacho, nosotros somos perros de aguas, no hay temporal que  asuste a un circo, ya verás.

Pero yo no iba a llegar muy al sur, ni siquiera a su portal del río Zumba.

  En esos días Harry y yo estábamos juntos mucho, muchísimo menos de lo  que hubiéramos deseado. Esa existencia circense en la que me había metido me  suministraba un cansancio tal que, terminada la función de la noche, apenas me podía  los párpados y mi mente era presa de una fatiga que no perdonaba espacio. Nuestra  posibilidad de compartir algún tiempo a solas se presentaba a altas horas de la noche  y también al amanecer, principalmente al amanecer. Debo admitir, sí, que en el transcurso del día teníamos ciertos momentos en que nos arrinconábamos por ahí y  por allá para hacernos cariño y, a veces, hasta tiempo suficiente para dar una vuelta  por el pueblo próximo al circo. Y también es verdad que durante las funciones  estábamos pendientes uno del otro, dedicándonos miradas y gestos que eran el  lenguaje del que nos alimentábamos. Pero era en la madrugada cuando yo tenía a Harry, cuando yo lo esperaba.

Entonces podíamos pertenecernos uno al otro. Dije que lo esperaba, pero no es  propiamente así, porque yo dormía y salía del sueño por el contacto de la mano de  Harry, por el roce de sus labios. Escuchaba luego su voz murmurosa hablándome  en chiquitito, y esas susurrantes frases suyas eran el amor. Ese era el bendito  despertar mío.

En las sonrisas que nos intercambiábamos durante el día y a la distancia, y en  todos los otros gestos de complicidad, persistía, habitándolos, el recuerdo del  amanecer de cada uno de esos días.

De aquellos pocos días que, de pronto, llegaron a su fin.

Harry, yo te amo. / Larry Stylinson /Donde viven las historias. Descúbrelo ahora