Epilogo

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                         EPÍLOGO

Pero volví a verlo una vez más.

Habían transcurrido años.

Una tarde mis hijos Darcy y William me pidieron que los llevara a un circo que apareció como sólo lo hacen los circos, de la noche a la mañana. Estaba ahí en un sitio  vasto, abierto y plano del área precordillerana recién urbanizada donde vivíamos. Ellos  lo vieron al regresar del colegio y yo lo divisé desde mi automóvil, al volver del  consultorio.

Yo no había querido nunca más acercarme a circo alguno, aunque debo admitir  que en un sentido esto no es cierto. Fueron muchísimas las ocasiones en que quise -¡y  cómo lo quise!- entrar a un circo. Pero, a la vez no. Acaso la mejor manera de decirlo  es que pude evitarlo, que fui capaz de vencer el poderoso impulso. Sí, ésa es la  verdad.

Debo también confesar ahora que el sentimiento que Harry fecundó en mí  ese verano subsistió por un largo, largo tiempo con la misma tenacidad de su singular  naturaleza. Iba a costarme mucho reintegrarme a la normalidad. Todo aquel año lo viví  a medias; yo no estaba entero en nada ni con nadie. Saqué adelante ése mi último año  de colegio, quizá tan sólo porque el estudio, aumentado por la preparación del  bachillerato, me proporcionó un alto grado de enajenación.

Cuando llegó otra vez el verano me negué a ir a Holmes Chapel. No habría podido soportarlo. Nos fuimos con Zayn durante enero y febrero a su tierra nortina de Bradford. Al regresar entré a la universidad.

A fines de marzo llegó a mi casa y a mi nombre una encomienda; era una  espada de albacora con empuñadura de cacho de buey, bellamente labrada. Habían  transcurrido doce meses desde que yo dejara a Harry dormido en su tienda del  circo aquella noche... y me temblaron las manos cuando coloqué la espada en un alto  anaquel de mi estante.

Después las exigencias tan severas del primer año de universidad lograron  concentrarme en el estudio que, nuevamente, me ayudó. Pero ahí seguía estando yo,  al borde de los veinte, aún tan profundamente alterado. Ya no era yo un adolescente, sin embargo... Pero volvamos al rencuentro. Nos sentamos con mis hijos en platea,  casi al borde mismo de la pista. Ese circo, a diferencia del Metrogoldin, era de los  grandes, de manera que tenía su propia orquesta, la que de pronto irrumpió con los  sones de la marcha Bandera estriada.

Era él. Entró encabezando la fila de artistas. No puedo describir lo que sentí al verlo, me resultaría del todo imposible, así pueden ser de portentosamente pobres las palabras ante los sentimientos, así de estériles para reproducir, a veces, algunas veces  en la vida, el lenguaje del corazón. Allí iba con su pasito marcial y pimpante, vistoso,  guaripola al aire... El espectáculo acaeció para mí de un modo..., ¿de qué modo? Lao veía, lo miraba, lo contemplaba, pero no estaba yo allí, o apenas, sí, para responder  mecánicamente a mis hijos que, de cuando en cuando, me hacían preguntas o  buscaban la empatía de mi reacción. Fuera de un número ecuestre en que Harry cabalgaba haciendo acrobacias en dos caballos veloces en torno a la pista, se atenía a  las actuaciones que yo recordaba de el en el Metrogoldin, y desde éstas mi memoria  se desataba convocando la evocación de aquel tiempo, de ese año, del verano nuestro.

Así, en un estado de ausencia y remembranza que en el fondo me dolía como una  respiración que lastima, transcurrió para mí el espectáculo...

Ahora nos íbamos retirando; la gente se apiñaba porque el espacio abierto en el  ruedo era demasiado angosto. Inmediatamente después de éste y antes que los  grupos se dispersaran, se topaba uno con varios circenses que, al paso, ofrecían a la  venta objetos recordatorios. Harry estaba entre ellos. No habría podido eludirlo  aunque lo hubiese deseado; la aglomeración nos condujo muy cerca de él, que se  dirigía preferentemente a los padres de familia para que les compraran a los niños  unas narizotas de payaso, de carey rojo.

-Lléveles a los niños, señor, señora, para los regalones. ¡Mire qué divertidas  son; a peso no más, a pesito!

Estaba frente a mí. Nada había cambiado en el. Todos esos años no lo habían  tocado con marca alguna, no habían dejado una huella siquiera en su rostro, o en su  sonrisa la más tenue acentuación de una comisura, o en su talante el mero peso de un  dejo. Ahí, aquí, estaba Harry, el mismo de antes, mi Harry de aquel verano ya  tan distante.

-Sí, papá, cómprame una nariz -me pidió Darcy.

-Sí, sí, a mí también, yo también -se le unió William.

Cuando los niños estaban poniéndose las narices, ajustándose los elásticos, sólo  entonces, el me miró. Me sentí prendido de sus ojos y me quedé inmóvil.

-Ya, papá, vamos...

–Sí, Darcy, ya, William, ya vamos.

-Un momento, señor... A usted le digo, por favor, un momento.

Harry se me había acercado aun más y me tomaba de un brazo,  sujetándome.

-¿Sí? -le dije, bajando la vista porque no me atrevía a sostener su mirada, que  se había tomado inquisitiva.

-Usted, señor, perdone, pero, ¿cómo se llama usted?

Había una tensión tan contenida en su voz que me cortó el aliento.

-Por favor, ¿cómo se llama usted, señor? -insistió el.

-¡Ya pues, papá, vámonos!

-Sí, sí, William, ya vamos...

-Por favor, se lo ruego, señor, dígame su nombre...

Como un alumbramiento recordé las palabras que su padre me dijera aquella  lejana noche, después del ataque de Harry: "Sólo a veces algunos nombres pueden  removerle la memoria, y la dañan...".

-William -le contesté.

-¿Cómo dice?

-Que me llamo William, igual que mi hijo, señor.

 Qué más puedo agregar ahora.

Sé que el tiempo nunca borra nada, sólo sabe escribir sobre las líneas  anteriores otras y otras palabras de la misma biografía, continuando así su única  faena, a su modo, pasando.

El recuerdo de Harry, que llevo entretejido como parte de mi alma, me pone  triste a veces. Pero cada vez menos. La añoranza que siento por él se me transfigura  y renace del recinto suyo de mi memoria, cada vez más, como una evocación amorosa  y tierna que me hace bien, y que viene y se va, y viene y se va y se va y viene, y viene y se va... y se va y viene...

Harry, yo te amo. / Larry Stylinson /Donde viven las historias. Descúbrelo ahora