IX

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           LA GRAN VELADA, LOS JUEGOS

 

La noche estaba sin viento, sin brisa siquiera, pero hacía frío.

Harry se embozó en su capa, yo me metí el tongo hasta las orejas, me puse  el antifaz y abrazados nos encaminamos hacia el hotel .

A las dos cuadras de distancia coincidimos con otras parejas y grupos, y al acercamos al hotel vimos una creciente cola de veraneantes a la espera de pagar las  entradas. Se formaban tumultos contra la reja y algunos muchachos se empujaban unos a otros con el evidente propósito de pasar colados, pero un par de policías muy alertos intervenía, conminándoles a integrarse a la fila.

La inmensa mayoría iba con disfraz. Abundaban los piratas, las campesinas a la  tirolesa, Robin Hood, hawaianas, jeques y odaliscas; también se distinguían algunas  muchachas ricamente vestidas de dama belle époque o doncella medieval, y otras de  femme fatale ostentosamente enjoyadas y con larga boquilla entre los labios de  frambuesas. Sin embargo, de las más vistosas y originales indumentarias, y de la belleza insinuante y ambigua de tanta fruta pintona jugando a mujer, Harry era el  que más atraía las miradas. Esto se me hizo del todo evidente cuando entramos a paso  rápido, casi a la carrera, a reservar nuestra mesa. Las del interior del salón estaban ya  ocupadas; despreciamos las del patio engavillado porque la malla de Harry no iba  a protegerlo del sereno de la noche y, además, allí en el bar divisé una, a la que  alcanzaramos a llegar junto a otra pareja, con la que tuvimos que compartirla.

La orquesta, al fondo del salón, estaba tocando un rock'n roll y la terraza  empezó a verse invadida. Nuestros compañeros de mesa nos pidieron que les  cuidáramos su sitio mientras iban a bailar. Todavía se corría el riesgo de que los  frescolines que nunca faltan le usurparan a uno la mesa, a menos que sobre ésta  hubiera vasos. Así se lo hice notar a la pareja.

-Tiene razón -asintió el muchacho, quien, como su chica, estaba disfrazado  muy malamente de vaquero-. Llamemos al mozo y pidamos algo.

Tuvimos que esperar un buen rato porque, si bien el hotel había duplicado el  servicio, los mozos se hacían pocos trotando de un lugar a otro, atendiendo los pedidos  que se les acumulaban en esos momentos iniciales de mayor requerimiento. Por fin  uno se acercó.

-Dos gin con gin -dijo el vaquero. -No, yo quiero cuba libre -corrigió ella.

Le pregunté a Harry lo que deseaba.

-Algo sin alcohol.

-Las gaseosas y los jugos valen igual que los tragos combinados, señor - informó el mozo-. No importa lo que tome, igual está pagando el cubierto.  

-Algo sin alcohol -repitió el.

-Tráiganos una primavera y una piscola; ¿está bien, Harry?

-Sí, sí.

-Podrían sacarse los antifaces -opinó el vaquero-; si no, se van a acalorar  demasiado. -No le hicimos caso.

-Su disfraz es maravilloso -dijo la vaquera. Sin ser bonita, tenía una cara de  facciones menudas, graciosas.

-No es disfraz –contestó Harry.

La pareja optó en adelante por hablarnos el mínimo.

Ahora las mesas estaban todas ocupadas y seguía llegando gente, ubicándose  en los bancos del patio y del jardín. También los semi-muros de la terraza se vieron  abarcados, mientras en la barra del bar se apiñó un tumulto tan crecido que había que  hacer allí los pedidos a grito pelado.

Harry, yo te amo. / Larry Stylinson /Donde viven las historias. Descúbrelo ahora