Capitulo 6

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A medida que la luz natural de Coruscant se apagaba, para ser gradualmente reemplazada por la de las pocas estrellas titilantes que conseguían atravesar el resplandor casi continuo de la incansable ciudad, la enorme y elevada metrópolis adquiría un aspecto completamente dis­tinto. Los rascacielos bajo el oscuro cielo de la noche parecían conver­tirse en gigantescos monolitos naturales, y todas las estructuras de gran tamaño que dominaban la ciudad, convirtiendo a Coruscant en un monumento al ingenio de las especies inteligentes, parecían simbolizar de alguna manera ese orgullo fútil, esa locura, que lucha contra la vastedad y la majestuosidad que están más allá del alcance de cualquier mortal. Hasta el viento que soplaba en los pisos más altos de los edificios sona­ba triste, casi como anunciando el destino que eventual e inevitablemen­te acabaría acaeciendo a esa gran ciudad y esa gran civilización.

Cuando Obi-Wan y Anakin Skywalker subían en el turboascensor del complejo de apartamentos del Senado, el Maestro Jedi meditaba sobre algunas profundas verdades universales como las del sutil paso del día a la noche. Pero era evidente que no sucedía así con su joven padawan. Anakin iba a volver a ver a Padmé, la mujer que se había adueñado de su alma y de su corazón cuando él tenía sólo nueve años, y aún los tenía en su poder.

—Pareces algo nervioso, Anakin —comentó Obi-Wan mientras el ascensor continuaba hacia arriba.

—En absoluto —fue la poco convincente respuesta.

—No te veía tan nervioso desde que caímos en aquel nido de gundark.

—Fuiste tú quien cayó en esa pesadilla, Maestro, y fui yo quien te rescató, ¿recuerdas?

La pequeña distracción de Obi-Wan pareció tener el efecto deseado, y la pareja compartió unas carcajadas que les hacían mucha falta. Pero, cuando concluyeron, resultó obvio que Anakin seguía tenso.

—Estás sudando —notó Obi-Wan—. Respira hondo. Relájate.

—Hace diez años que no la veo.

—Relájate, Anakin. Ya no es la Reina.

La puerta del ascensor se abrió y Obi-Wan echó a andar, mientras Anakin murmuraba detrás de él algo entre dientes.

—No es por eso por lo que estoy nervioso.

Cuando entraron en el pasillo, al final del mismo se abrió una puer­ta y de ella salió un gungan bien vestido, llevando finas vestiduras rojas y negras. Los tres se miraron por un momento, y entonces el diplomá­tico gungan perdió todo sentido de la reserva y la etiqueta y empezó a saltar alrededor de ellos como si fuera un niño.

— ¡Obi! ¡Obi! ¡Obi! —gritó Jar Jar Binks, aleteándole la lengua y las orejas—. ¡Misa contento mucho de ver a vosa! ¡Eahooo!

Obi-Wan sonrió con educación, aunque la mirada que lanzó a Anakin evidenciaba que estaba algo avergonzado, y movió las manos en el aire, intentando calmar al excitado amigo.

—Yo también me alegro de verte, Jar Jar.

Jar Jar continuó saltando alrededor de ellos y, de pronto, se calmó haciendo un evidente gran esfuerzo.

—Y éste, misa supone sea tu aprendiz —continuó, y el gungan pareció ya mucho más controlado. O al menos por un momento, hasta que miró fijamente al joven padawan, desvaneciéndose entonces todo disi­mulo—. ¡Nooooo! —chilló, dando palmadas—. ¿Annie? ¡Noooooo! ¿Pequeño Annie? —Jar Jar cogió al padawan y tiró de él, estudiándolo de pies a cabeza—. ¡Nooo! ¡Yusa muy grande! ¡Yiyiyiyi! ¡Annie! ¡Misa no creérselo!

Esta vez le tocó el turno a Anakin de sonreír avergonzado. No ofre­ció ninguna resistencia mientras el sobreexcitado gungan le propinaba un fuerte abrazo y lo sacudía violentamente con sus saltos infantiles.

Star Wars: El Ataque De Los ClonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora