Las ficciones de la radio

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Ya dos veces le había prometido a Laura que si me llamaba alguna oyente a la radio no le iba a preguntar si tenía tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente, no cumplí: esa noche llamó una oyente y, sin rodeos, le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres, etcétera). Ella me contó todo, yo un poco me excité.

Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura, que podía estar escuchando.

La llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco. Cuando intentaba hacer un tercer llamado —nuevamente al celular, por si antes no había logrado atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a hablar al micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y una vez más dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar, movido más por la costumbre de hacerle caso a una mujer que por el simple hecho de querer atender un llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás.

A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque, después de dos años de convivencia, aprendí a decir “sí, mi amor, tenés razón”, sabiendo que de ese modo me ahorraba horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la comunicación, Freud y su pipa.

Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. Terminar de comer y escribir. Terminar de hacer el amor y escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo reprochaba:

—Trabajás escribiendo —me decía—. Yo no entiendo cómo después de trabajar querés seguir haciéndolo.

—Escribo porque me gusta, Laura. Y porque, además, lo que yo escribo para el trabajo no es escribir, es decir lo que otro pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones.

—¡Es la misma mierda, Santiago!

—¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se queda con ganas de amor después del trabajo —le dije a modo de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió ignorarme.

—¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que pasás más horas frente a esa computadora que conmigo!

Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. Escribiendo, construyendo historias. Chateando y mirando fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no era verdad era que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque, de ese modo, me ganaba una identidad. Un título de escritor, de artista. De algo que me contentase un poco más al momento de dar la mano y presentarme ante alguien: “Santiago Apenak, escritor”. Pues la identidad es eso que se dice después del nombre cuando se va a comer a lo de Mirtha Legrand.

Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un fin de semana de enero, frente a la laguna de Lobos. En ese momento ella estaba de novio, pero de todos modos nos acostamos. O, mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el suelo, besándonos, acariciándonos, mirando las estrellas, pero no consumamos el acto propiamente dicho.

COGER Y CONTARLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora