Un final inverosímil

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Recuerdo que cuando era chico y comencé a salir a la calle sin mis padres, mi madre siempre me exigía que llevara las medias y el calzoncillo limpios, por si llegaba a sucederme algo. Mi respuesta a su exigencia era siempre la misma: le decía que en caso de ser así, nadie habría de fijarse en el estado de mi ropa interior tanto como en el de mi cuerpo convaleciente en la vía pública. Lo cierto es que, si a través de esto, mi madre pretendía inculcarme el hábito de la limpieza, lo ha logrado con creces. Pues hoy en día no le temo tanto a la muerte como que la muerte me encuentre con el culo sucio.

Pero no es de la higiene personal de lo que quiero hablar: de lo que quiero hablar es de la muerte. Mi propia muerte no me aterra tanto como la de las personas que me rodean. Es decir, considero que después de la muerte ya no existe nada. Por eso, el hecho de morirme no me causaría mayor sufrimiento que el que —valga la redundancia— me daría el causal de mi muerte. Digo, una asfixia, un asesinato violento, una caída espectacular, tener que someterme a escuchar durante horas a un grupo de mormones, ese tipo de cosas. Pero nada más. Después no habría nada. Simplemente, estaría apagado como un televisor o como un reloj al que se le acaban las pilas.

Lo que sí me aterra es la muerte de mis seres queridos. Eso me aterra. Me aterra, por ejemplo, no saber cuándo va a suceder. O qué voy a hacer yo sin ellos: ¿qué voy a hacer sin mi madre o sin Laura? ¿Quién va a cuidar de mi madre si mi padre muere? ¿Y si muere mi padre? ¿A quién voy a echarle la culpa de todos mis males? Prefiero no pensarlo. Prefiero evitar el tema e ignorarlo, como hacemos todos los humanos.

El asunto es que, una vez, mientras conversaba acerca del tema con mi terapeuta, se me ocurrió decirle que remotamente había fantaseado con la idea de que él se muriera. Es decir, había sentido, en alguna parte de mí —como supongo que también le pasa a todos los que alguna vez se han atendido con uno— que él era una suerte de amigo para mí. Bien, yo sabía que no era un amigo, tenía muy en claro que había que mantener los límites bien marcados, pero el pensamiento se me había cruzado igual por la cabeza y se lo dije:

—El otro día, pensando en esto de la muerte y los seres queridos, te me cruzaste vos. Y creo que eso no está bueno, porque de alguna manera te asocié con el cariño y desdibuja los límites.

—Es normal —me respondió—. A los pacientes les suele suceder, y más cuando son pacientes de tantos años como vos. Pero sí, es real que, de ese modo, si uno no sabe llevarlo, los límites se desdibujan un poco. Está en vos también evaluar si con ese sentimiento te seguirías atendiendo o no.

—Bien. Lo voy a pensar.

Y así lo hice. Esa noche, llegué a casa y lo hablé con Laura. Ella, como psicóloga, me recomendó que siguiera viendo a Juan durante alguna semanas más, hasta que pudiera cerrar con él los temas que estaba tratando y, por supuesto, encontrar otro psicólogo si es que lo requería.

De inmediato, me puse en campaña para dar con un psicólogo nuevo. Durante un tiempo recorrí varios, ninguno me convencía. Hasta que, un día, encontré lo único en este mundo que podía despegarme de Juan, de Freud, de Lacan y hasta de mí mismo, si fuera necesario: una mujer. Una psicologuita recién recibida, que, por su corta experiencia, temí que no diera abasto con un caso como el mío, pero que, por sus piernas, su boca y su pelo cortado al estilo Betty Boop, entendí que en materia sexual y amorosa daría abasto conmigo, mis fantasías y todas mis perversiones. Aun si la integridad de mi psiquis se viera afectada.

Así fue que, luego de algunos encuentros, acordamos con Juan que había llegado el momento, aunque él no estaba nada contento con lo que a mí me había empezado a pasar con mi nueva psicóloga.

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