Alérgico a la vida

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Soy alérgico a la vida, estoy en condiciones de afirmarlo. Es decir, no soy alérgico a la vida en sí, sino a todas esas cosas que se supone que la representan. El pelo de los perros o de los gatos, por ejemplo, me atacan de asma, me dan una picazón general y me significan un resfrío tan grande que asombraría a cualquiera por la cantidad inaudita de estornudos que puedo padecer en un minuto.

Las flores, sin ir más lejos, también me hacen mal. Y no solo las flores. Los árboles, las plantas y todo ser vivo que, al llegar la primavera, se le antoje largar por el aire los efluvios de su acto reproductivo. Es cuestión de caminar por una calle arbolada, un día de primavera, para acabar con la misma asma, la misma picazón y la misma cantidad exagerada de estornudos que padecería si quedase encerrado en un ascensor con trescientos gatos y seiscientos setenta perros.

El polvo que se acumula en los libros es otro ejemplo. Con solo acercarme a ellos, mi garganta se contrae y me arde, y comienza a estrangularme por dentro, cascándome la voz como la de una mala imitación de Vito Corleone. Como alguna vez dijo Borges, aduciendo a su ceguera: “Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche”, a mí, con magnífica ironía, el hijo de puta me dio los libros y su mugre, pero no el dinero suficiente como para pagarle a otro para que los limpie por mí.

Por último, mi piel. La piel de mi cara se irrita cuando me afeito, lo que solo me deja dos opciones viables: someterme a andar con la cara prolija pero lastimada, o con la barba crecida pero desprolijo. Lo que sería realmente desprolijo, si tenemos en cuenta que el bello facial me crece desparejo y con canas. ¿Es necesario seguir viviendo así?

En eso estaba (en eso, a ver si se entiende: dolor de cabeza, sudor frío, asma, picazón, tos y estornudos excesivos, y ni hablar de mi frecuente gastritis y las canas, que también empezaban a poblar mi cabeza), cuando Mara, la amiga de Laura, llegó a casa con otro de sus ataques de nervios y con ganas de vomitar todos sus patéticos males amorosos sobre mi preciada media naranja.

Lo que yo creo, con toda sinceridad, es que Mara —no entiendo cómo con solo cuatro letras un nombre puede llegar a ser tan feo— corría desesperada a los brazos de Laura cada vez que tenía problemas con su novio sencillamente porque ella los había presentado. Otra razón no podía existir. Obviando, claro, que Laura era psicóloga y, como tal, tenía la gran capacidad de escucharla, contenerla y aconsejarla.

Según sé, Mara, hasta el momento, había pasado por varias relaciones tortuosas, pero en ninguna había utilizado a Laura y a mi casa como refugio. ¡Pero ahora sí lo hacía! Al menos una vez por semana. Y eso también me provocaba alergia. Yo no quería escucharla. No quería que hablara en mi casa. No quería escuchar a nadie, en realidad. Ya tenía suficientes problemas con la vida como para tener que andar cargándome de los males ajenos.

Aunque, a decir verdad, un poco me lo merecía. Porque la idea inicial de presentarle a Rafael —el otro idiota en cuestión dentro este relato: el primero soy yo— había salido de mí en un acto de lucidez del que empezaba a arrepentirme: yo solo quería deshacerme de él. No lo soportaba, lo odiaba con toda mi alma, pues él era de esos tipos que, con su sola presencia, evidencian todas nuestras fallas. El muy desgraciado era mejor que yo en todo. Y sobre todo —y aunque ella no se hubiese atrevido a confesarlo— , lo era ante los ojos de Laura. Era la época en que Laura ya comenzaba a arrepentirse de haberse metido conmigo, con un escritor. Podía notarlo. Era evidente que mis gustos y hábitos (trabajar y dormir hasta tarde, coquetear con las drogas, ganar dinero de formas poco convencionales e inestables, dudar de todo lo que siente, escribir continuamente sobre mujeres y sexo, etcétera), para su cabeza moldeada por las prolijas manos de un papá gerente de una empresa —y sobre todo, para sus inflamables celos e inseguridades—, eran demasiado. En pocas palabras: Rafael era todo lo que yo no era y ella empezaba a notarlo.

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