Los últimos días

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Laura se sentó en el sillón y comenzó a llorar. ¿Qué pasaría si estuviera embarazada? Si esa sospecha —que ninguno mencionaba, pero que nos iba inundando de a poco, como si, de pronto, una fuga de agua se precipitase en nuestro departamento de la calle Dublín, y el agua (esa agua), fría, molesta, inesperada, nos fuese subiendo de a poco, hasta llegar a la cintura, al pecho, al cuello, a los ojos, y por fin, fuese inevitable verla- era cierta.

Si esa sospecha fuera cierta, mi vida cambiaría por completo. La vida de Laura cambiaría por completo. Nuestra vida ya no sería la misma.

A ella, esa agua intempestiva le llegó de forma directa. Es decir, ella conocía su cuerpo, conocía sus ciclos y por más irregulares que fuesen (siempre) sus periodos, empezaba a sospechar de ese sangrado atemporal que le llegaba a mitad de mes: la sospecha tenía fundamento.

Para mí era distinto, porque, si bien yo conocía sus ciclos, sus fechas, sus estados de ánimo, no contaba con la prueba visual (una bombacha manchada quitada a las apuradas y puesta a lavar, una aureola roja que se iba esfumando como un fantasma sobre el agua, en la porcelana blanca del inodoro), ni con las sensaciones que a ella su cuerpo le iba soltando día a día. Yo sólo conocía la versión comprimida y verbal que una tarde, mientras merendábamos junto a la ventana de living, ella había dejado correr livianamente sobre el barniz resbaloso de la charla cotidiana.

—Me volvió a venir —me dijo mojando una galletita en el café con leche.

—¿Pero no te vino hace poco? —me sorprendí yo, mientras ella se metía la galletita en la boca, la masticaba, la tragaba y luego se chupaba los dedos.

—Sí. No hace más de quince días.

—¿Y entonces?

Sin mirarme, como si el tema no requiriese mayor atención que la que uno puede darle mientras hurga (un poco a ciegas, torpemente, con la misma mano ya manchada y chupada repetidas veces) dentro de un paquete de galletitas Bagley, me respondió:

—Nada. No pasa nada. Me siento un poco mal, nada más. Pero es normal… Al menos una vez al año, a las mujeres nos viene así, dos veces seguidas. El cuerpo necesita estabilizarse. Hay cambios hormonales y esas cosas.

No supe qué contestarle. No supe de dónde había sacado eso. Traté de recordar si le había sucedido eso mismo en los años que hacía que estábamos juntos, pero no logré recordarlo. Creí que sí, que le había pasado. Y después creí que no, o que alguien me había contado que a alguien le había pasado y que eso era normal, pero no estaba seguro. Comencé a sospechar: ¿y si estaba enferma?, ¿y si estaba embarazada? ¿Y si eran las dos cosas a la vez? A juzgar por lo mucho que ella iba al médico —uso y abuso de la buena medicina prepaga que su padre costeaba cada mes—, le creí. O al menos preferí creerle. Intentando desplazar con racionalismos esa sensación de vacío que su comentario asociado a miles de pequeños signos que de pronto empezaba a entender (sus manos acariciando su barriga, sus llantos extracurriculares —muchos más de los que tenía a diario—, sus cambios de humor, sus pechos blancos y pequeños, que, para mi contento, empezaban a crecer, sus miradas, su piel, mis ganas de abrazarla y sus náuseas, sus retorcijones, etcétera, etcétera), había empezado a abrir en mi pecho. Como si sus palabras (“Me volvió a venir”) fuesen una gota de ácido que dejó caer sobre mi pecho (sobre el Telgopor que era mi pecho), y una onda expansiva, agujero que se abre, fuese creciendo en mí. Como esa aureola de sangre que ella vio flotar en el inodoro. Como el agua que empezaba a subir de a poco y a inundarnos, a inundar el departamento de la calle Dublín.

Para ella lo importante era que llevaba casi un mes indispuesta y le molestaba sentirse mal, “sangrar tanto”. Desviaba su atención a eso como si su sospecha —para entonces pequeña, Big Bang a punto de estallar— pudiese ser tapada.

COGER Y CONTARLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora