Zapatos Chinos

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“No te van a entrar”, le dije, pero ella no me escuchó —o fingió que no me escuchaba—, y de todas formas volvió a sacarlos de la caja y los puso en el suelo, y los midió nuevamente con sus zapatos: eran claramente más chicos, pero ella estaba negada:

—Se ven casi iguales —me dijo.

—No se ven casi iguales, Laura. Se ven más chicos. Cualquier ser humano con funciones cerebrales más o menos estables se daría cuenta.

Yo estaba apurado, me quería ir.

—No entendés nada, Santiago. Parecen más chicos porque son chinos, pero por dentro son iguales.

—¡Lo que decís es físicamente imposible; si son chicos por afuera son chicos por dentro!

Tenía la impresión de que no me escuchaba. Daba lo mismo que yo estuviese allí o no, pues ella había visto ese par de zapatos desde la calle y había entrado al local para probarlos, hipnotizada. Yo, desde luego, había entrado atrás de ella, arrastrado por el torbellino autoritario de su dispendio caprichoso. Pero así eran las cosas, y así las aceptaba. Después de todo, ya estaba acostumbrado, pues era cuestión de que le pidiera que me acompañase a comprar algo (cualquier cosa, lo que fuere, un libro, un cuaderno, un DVD, un jean, o una caja de preservativos, lo que sea), para que ella en cada rincón de la maldita ciudad encontrase una prenda de ropa que la sedujese.

Y esta vez, por desgracia, nada había sido distinto. A la noche teníamos el festejo del cumpleaños de una de sus amigas y se nos había ocurrido regalarle un CD o DVD musical. Así que eso hicimos, recorrimos un par de disquerías, encontramos lo que buscábamos —un Grandes éxitos de Neil Young—, y decidimos volver a casa. Pero cuando estábamos por hacerlo, nos acordamos que estábamos a muy pocas cuadras del barrio chino, y decidimos visitarlo. Siempre es un paseo obligado.

—Lo único que te pido es que no tardemos mucho, Laura, porque tengo que entregar un trabajo antes de las siete de la tarde.

—Si no querés, no vamos —me dijo, aunque yo sabía que no lo decía en serio.

—No, está bien. Vamos, pero no perdamos mucho tiempo.

—Okey.

Fuimos. Caminamos por Cabildo hasta Olazábal y desde allí caminamos hasta Arribeños. Era un buen paseo. Las calles arboladas y los edificios filtraban el sol, y a mí me agradaba pasar por la puerta del consultorio de mi psicólogo. Además de que, por supuesto, evitábamos la avenida Juramento, que siempre era un caos de gente.

Una vez en el barrio, entramos a algunos supermercados para comprar fideos de arroz y sahumerios, cosas que por nuestro barrio no conseguíamos —al menos no de la misma calidad—, y emprendimos la vuelta.

Cuando ya estábamos llegando al final del recorrido, para mi desdicha, pasamos por la puerta de uno de esos típicos bazares chinos donde venden absolutamente de todo, desde juguetes hasta ropa, pasando por vajilla y pequeños muebles. Y, obviamente, entramos: Laura había sido atraída por un par de zapatos.

Eran unos zapatos muy bonitos. Azules, sin taco, con detalles brillantes en plateado y figuras bordadas. Parecían más bien unas alpargatas elegantes que otra cosa, lo que las mujeres suelen llamar “chatitas”. A mí me gustaron. Me parecían refinados, pero era evidente que serían muy caros.

—¿Cuánto cuestan los zapatos que están en vidriera? —preguntó Laura a la chica no china que atendía.

—¿Cuáles, señora?

—Los azules chiquititos.

—A ver.

La chica se fue a fijar.

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