Cuestionarnos

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Llegó un momento en el que mis amigos y yo prácticamente dejamos de vernos. Nuestros encuentros dejaron de ser diarios o semanales para pasar a ser la triste consecuencia de algún cumpleaños o el nacimiento de algún hijo. Como un espectador mudo, como un mero testigo de mi propia existencia, fui advirtiendo como, día a día, estos encuentros se fueron volviendo cada vez más esporádicos para pasar a ser un milagro, en caso de producirse. Eso se supone que es “crecer”. Alguien me dijo que una cosa es cumplir años y otra bien distinta es crecer. Desde luego, yo había cumplido y festejado cada uno de los años que me había tocado vivir, pero no estaba del todo seguro de si había hecho lo otro de forma correcta: ¿cómo saberlo?

Para entonces, yo contaba con tres o cuatro amigos que se habían convertido en padres y casi con el doble de exparejas y amantes que se habían casado. Esto, por no verse reflejado en mi propia vida, me daba la sensación de que poco a poco me iba quedando solo y de que, como todo un inútil, iba creciendo a través de las acciones de otros. La vida me estaba obligando a crecer. ¿Cómo hacer entonces para ignorarla? ¿Cómo ir en contra de lo que la vida quiere? ¿Cómo saber si caminamos en el sentido correcto al pisar las huellas que dejaron otros? Las respuestas a todos estos interrogantes no las tengo. Pero intuyo que la solución y la paz —sobre todo la paz— radican en no hacérmelos.

Una noche, para festejar el cumpleaños de Marcos, nos juntamos todos —con parejas e hijos—, en el departamento que recientemente habían alquilado junto a su novia, Brenda. Cuando empezaron a escasear las gaseosas, Marcos dijo que saldría a comprar y, para que no fuera solo, me ofrecí a acompañarlo. A mí se me sumó Carlos y a Carlos se le sumó Martín. De pronto, nos encontramos los cuatro en el auto de Marcos. Solos, como desde hacía tiempo no estábamos.

—Che, boludo —dijo Martín, sin aclarar a qué boludo se refería—. Creo que esta es la primera vez en años que estamos los cuatro solos.

—¡Es verdad! ¡Vamos de putas! —dijo riendo Carlos. Y todos nos reímos con él.

—¡O cojamos entre nosotros, total, ya tenemos confianza! —acoté yo, y volvimos a reír. Marcos puso el auto en marcha y arrancó.

—Che, a la vuelta hay un kiosco, ¿por qué no vamos caminando? —preguntó Martín.

—Vamos a dar una vuelta —dijo Marcos con la parquedad que lo caracterizaba.

—¿A dónde?

—A dar una vuelta, Santiago. Qué sé yo.

—Pero ¿a dónde, boludo? Decime.

—No sé. A dar una vuelta. A mirar algunas minas.

Al escuchar la palabra “minas”, Carlos gritó “¡Aceleráaaa, putooo!”, eufórico, mientras intentaba subir el volumen del estéreo.

—Tocate el culo, negro feo —le dijo Marcos y le pegó en la mano como se le pega a un nene que hace lío. Y luego subió él el volumen. En la radio sonaba “El pibe de los astilleros”, de Los Redondos.

—Che, ¿pero no vamos a ir al kiosco? —pregunté yo como un estúpido, sin entender cómo venía la mano. Nadie me contestó. Estuve a punto de acotar algo acerca de que no podíamos dejar solas a nuestras parejas, pero iba a dar lugar a todo tipo de burlas. Preferí quedarme callado. Marcos tomó Estado de Israel a toda velocidad y, antes de que terminara la canción, ya estábamos sobre la avenida Corrientes. Tarareábamos los últimos acordes como si estuviéramos en la cancha. La avenida estaba repleta de gente que iba y venía en todas las direcciones. Y, entre ellos, un grupo de chicas muy jóvenes vestidas con minifaldas y jeans ajustados. Carlos sacó la cabeza por la ventanilla y les gritó:

COGER Y CONTARLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora