Un ser humano despreciable

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Me estaba yendo bien, al menos en apariencia, pues gozaba de cierto prestigio gracias a la publicación de un libro que había escrito por encargo, un ensayo bastante interesante que hablaba de los grandes escritores y su relación con los bares y la bebida, y en cuya presentación una vieja amante había irrumpido al grito de “sos un hijo de puta, ¿cómo pudiste publicar un cuento contando todo lo que hacíamos en la cama?”. Y tenía razón, al menos en el hecho de que ni siquiera había disimulado su nombre, su profesión y su lugar de residencia, y ella estaba casada. Pero, para no dar el brazo a torcer y no pedirle disculpas en público, le respondí diciendo que su mamada era la mamada más grandiosa que mi pija había probado, y que el mundo debía enterarse de eso. “El talento tiene que ser reconocido, Natalia”, le dije como remate. Y no mentía. Acto seguido, recibí un golpe durísimo en la frente con el lomo de mi propio libro, que ella había arrojado desde el otro lado de la sala, y me desmayé.

Cuando desperté estaba rodeado por todas las personas que antes me escuchaban sentadas, y que ahora me sacaban fotos como si yo fuese una especie animal desconocida o un tiburón recién sacado del agua. Esa fue la foto que dio vueltas por todos lados: el suelo, mi cara sangrando, mi libro a un costado y mi camisa empapada con la cerveza que estaba bebiendo. Toda una postal de mi persona.

Mentiría si dijera que tremendo alboroto me cayó en desgracia, pues la espectacularidad del hecho me propinó como recompensa unas cuantas notas en radios, revistas y diarios, y me crearon la fama de donjuán. Además de que, en un golpe de suerte, del que aún descreo, una periodista unos cuantos años más grande que yo —sensual, madura e inteligente; combo que podemos acordar como el más excitante de todos—, me calificó como un joven “alto, buen mozo y carismático”. De más está decir que la llamé de inmediato para agradecerle sus palabras y, desde luego, para invitarla a tomar algo. Pero fui rechazado.

—Lo que se dice en los diarios no siempre es cierto —me dijo.

—Lo sé, pero tenía la esperanza de que sí lo fuera en este caso —le respondí.

—Puede que lo sea, pero es trabajo y las palabras no siempre deben mezclarse con la vida cotidiana.

—Coincido: siempre es trabajo. Siempre. Pero yo sufro del pequeño vicio de mezclarlas y volverlas la misma mierda.

—A todos nos pasa. Hay que saber curarse a tiempo.

—Además, vivo de contar esas historias. Por eso te llamo, para que me ayudes a terminarla.

—Me encantaría, pero estoy casada. Así que vas a tener que imaginártelo todo. No voy a poder ayudarte.

—Es una lástima, pero así será entonces. Con las bellas palabras que publicaste me alcanza. Gracias.

—De nada.

Como decía, me estaba yendo bien, pero solo en apariencia. El adelanto que había cobrado por la escritura del libro se me estaba acabando y las ventas no me dejaban lo necesario. Estaba subsistiendo de casualidad.

Laura, por su parte, empezaba a preocuparse de que yo no generase ingresos, y las deudas y cuentas por pagar empezaban a asomarse en el horizonte como una horda de indios a caballo que se aproximaban para asesinarme. Algo tenía que hacer.

Llamé a todos los conocidos posibles: directores de cine, editores, productores, periodistas y publicistas, pero ninguno tenía un trabajo para darme. Estaba jodido.

Hasta que un día, cuando ya parecía que Laura iba a echarme de casa por insolvente, recibí un llamado que me devolvió las esperanzas, pero que, por desgracia, me despertó de mi siesta:

—Hola.

—Sí, buenas tardes. Me gustaría hablar con Santiago Apenak.

—Él habla, ¿en qué puedo ayudarlo?

COGER Y CONTARLODonde viven las historias. Descúbrelo ahora