“No siento las piernas”, le dije, y ella me miró con los ojos bien abiertos, desorbitados, perdidos. Como si de pronto y de un solo golpe la hubiese arrancado del sueño más profundo. O bien como si ella fuese extremadamente pequeña, y mi mano, la mano más enorme del mundo, la hubiese arrebatado desde el fondo de un pozo profundo y negro.
Habíamos entrado al hotel hacía media hora. Queríamos coger, pero no teníamos prisa. Antes, queríamos comer algo, drogarnos un poco y quizás después volver a comer. El sexo podía esperar y luego caernos encima como si un chaparrón tibio nos sorprendiese sin paraguas.
—No entiendo —me dijo.
—¿Cómo que no entendés, Laura? No siento las piernas. —Pasé a explicarle—: Vos tenés piernas, yo también. Todos tenemos piernas. O casi todos. Pero yo no las siento. O, mejor dicho, siento como si no las tuviera.
—¿Y cómo sabes qué se siente no tener piernas si siempre tuviste?
—¿Me estás cargando, Lau? ¡No siento las piernas! Yo qué sé. Simplemente no las siento.
—Te estás haciendo la cabeza, Santi. Eso te pegó muy duro... Te pusiste paranoico.
—No me puse paranoico. Conozco los efectos y esto no me pasó nunca.
Efectivamente, nunca me había pasado. Ni de adolescente, cuando la marihuana era algo que llegaba de forma esporádica, en alguna fiesta o recital, ni desde que me había separado de Laura, hacía casi dos años, cuando fumar se había convertido en una forma de estar anestesiado, de ponerle un coto al frenético y enfermizo ritmo que alcanzaba mi cabeza en las noches de insomnio.
Nos había parecido que armar el porro picando la marihuana sobre un libro de Bukowsky —para ser más exactos, La máquina de follar—era en sí un acto poético. Un derecho y una obligación al mismo tiempo. Una obviedad, pero un lujo, al fin, que nos concedíamos. Como esos religiosos que cada mañana, o cada noche antes de dormir o enfrentar al mundo, transitan sus rituales y reafirman sus creencias. Nosotros también necesitábamos creer en algo. Nosotros también necesitábamos sentir que el mero acto carnal que estábamos por hacer (que al fin y al cabo no sería más que la puesta en marcha de una maquinaria de cientos de kilos de carne, piel, huesos, uñas, pelos, nervios, sangre, labios, besos, saliva, etcétera, etcétera), era algo mucho menos terrenal de lo que en verdad era, y mucho más etéreo que nosotros mismos: nosotros también teníamos nuestros dioses y nuestro incienso.
Desde luego, ella no tenía ni la menor idea de quién era Bukowsky. Era bailarina y solo le importaba bailar, dejar salir de adentro bailando lo que yo dejaba escapar de mí cada vez que tecleaba histéricamente sobre mi computadora. Sin embargo, todo lo que yo le contaba sobre el viejo Hank(me gusta llamarlo de ese modo), sumado al entusiasmo con que lo hacía, y a que ella había quedado fascinada con la porquería que eran mis textos, la hacían creer en algo más.
—Esto tenía algo raro —le dije luego de un prolongado silencio.
—Pero si ya habíamos fumado de ésta —me respondió ella.
—No sé. La verdad es que no me acuerdo... ¿De dónde la sacaste?
—Me la dio un amigo.
—¿Y tu amigo de dónde la sacó?
—¡Ay, no sé, Santiago! ¿Te sentís muy mal? No me asustes.
—¡No te asusto, pero me siento mal! No siento las piernas. Me falta el aire, ¿entendés?
El cuerpo me temblaba. Sentía una fuerte presión en ambos costados del cráneo. Náuseas. Dolor de estómago y mareo. Un hormigueo alarmante en todo el cuerpo, que se contrarrestaba por un intermitente adormecimiento de mis extremidades. Quería salir corriendo, pero no tenía fuerzas. Sentía como si, de pronto, la sangre hubiera dejado de circular por mi cuerpo solo por un instante, pequeño, pero que, bajo los efectos de la marihuana —o bien del miedo o de lo que fuera—, parecía durar eternamente. Justamente, porque yo dejaba de prestarle atención y volvía a percatarme de ella —de mi sangre, de mi esencia— recién cuando, sin avisar y de un momento a otro, empezaba a recorrerme con furia. Roja, caliente, espesa, como propulsada por una canilla gigante.
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COGER Y CONTARLO
عاطفيةSantiago y Laura se conocen un verano frente a la laguna de Lobos. Son jóvenes, hermosos y se enamoran enseguida. Tienen todo para ser felices, para contarnos una historia de amor de película. Aunque no siempre todo sale como se lo espera: El sexo...