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Néstor despertó con la cara surcada de lágrimas y los latidos y la respiración acelerados. Se sujetó de lo primero que tuvo al alcance, que fue el respaldo del sofá, y miró a su alrededor sin ser capaz de reconocer su propio salón. La congoja hacía que le doliera la garganta.

No fueron pocos los minutos que tardó en reconectar con la realidad. Estaba en su sofá. Los botellines de cerveza vacíos, la caja de pizza y la botella de cava le decían que todo lo vivido en las últimas horas no había sido más que un sueño, pero él sabía que no era así. Todo se había sentido demasiado real. Podía recordar a la perfección el transcurso de ese día en teoría perdido: el tedio que le supuso grabar el vídeo en el hipermercado, su encuentro con Darío, los sentimientos que este le provocaba y que se esforzó por ocultar, la extraña visita y lo mal que se había sentido al ver llorar a Darío, la escena con su familia... Todo aquello era casi tangible. Y aterrador.

Pero allí estaba de nuevo. En su teléfono móvil volvía a aparecer como fecha el veinticuatro de diciembre y nada de lo que captaba con los ojos le hacía pensar que volvía a soñar. Todo estaba en su sitio, la luz era real, él era real.

—Me estoy volviendo loco —murmuró para sí, incapaz ya de darle otro tipo de explicación a cuanto le había sucedido.

Tardó un buen rato en salir de aquella espiral de negación. Intentó volver a dormirse, pero no lo consiguió, y finalmente decidió levantarse e intentar volver a la normalidad.

Así, el día empezó a transcurrir exactamente igual que el que ya había vivido. Sus mensajes en las redes sociales eran los mismos, su agenda mostraba la misma actividad programada y, de nuevo, Néstor decidió cambiarla. El vídeo que grabó en el hipermercado fue exactamente igual, con la única diferencia de que le costó más trabajo meterse en el papel y el proceso de pagarle al pobre cajero fue más corto y menos desesperante.

Ya solo le quedaba recibir el mensaje de Darío y rechazar su propuesta, porque esa era la intención para que no todo resultase una copia exacta de lo que, para ese momento, ya Néstor daba por un inmenso dejà vu. No tenía por qué imitar todo aquello que recordaba como suceso real. Había tenido la sensación durante todo el día de no vivir su propia vida, a pesar de estar repitiendo con exactitud todo lo que recordaba haber experimentado un día antes. Pero era como imitarse a sí mismo.

Cuando subió al coche en el aparcamiento del hipermercado, decidió romper con ello y recuperar las riendas de su vida.

Animado por ese pensamiento, lo primero que hizo fue apagar el teléfono móvil y buscar algo alegre en el reproductor de MP3 de su coche. La música solía ayudarlo a relajarse, y esta vez no fue la excepción.

Coreaba una canción de rock mientras conducía y llegó a sentirse del todo bien durante un momento. Los solos de guitarra, la parte operística en mitad del tema y un buen meneo de cabeza hacia el final lograron arrancarle los últimos retazos de malestar que acarreaba, y su mente decidió olvidarse, al menos por el momento, de lo que le había preocupado durante el día.

La sensación le duró bien poco.

Al girar la cara después de haber fijado la vista en el semáforo en rojo, había un tipo a su lado y Néstor pegó un salto y un grito del susto que se acababa de dar. Al volver a caer, ya no se encontraba al volante, sino en el asiento del copiloto, y el desconocido estaba atrás.

—No, no, no, no...

—Hola, Néstor.

—¡No, joder! ¡No quiero más lecciones ni más tipos raros! ¡Esto no es real!

—No lo es —respondió el desconocido—, pero lo será. Mira.

Gesticuló con la barbilla. Su aspecto era tétrico: estaba pálido, iba maquillado con los ojos muy perfilados de negro y unas intensas ojeras le oscurecían la mirada. El pelo, lacio y moreno, le caía a cascadas, cubierto parcialmente por un sombrero de copa. Llevaba una casaca negra y una camisa con chorreras, todo negro, y su voz era tan oscura como su aspecto.

A Néstor le dieron escalofríos.

Miró hacia donde le ordenaba y lo que vio lo impresionó todavía más.

Era él mismo o, al menos, una versión muy desmejorada de sí mismo. Conducía a toda velocidad por la misma avenida que se suponía que Néstor recorría antes de verse inmerso en esa nueva pesadilla. Tenía los ojos enrojecidos, los pómulos marcados y la piel amarillenta. Y se frotaba con insistencia la nariz.

—Ese no soy yo —negó Néstor, aunque sabía bien que sí.

—Abre la guantera —le ordenó el desconocido.

Néstor obedeció. Extrajo de su interior una pequeña bolsita de plástico llena de un polvo blanco. Negó con la cabeza.

—No; ni hablar. Jamás. Nunca he probado las drogas y no pienso hacerlo. Me estás engañando.

—Tú te engañas a ti mismo. Yo solo soy un mensajero —replicó el otro hombre—. Mira el día.

Néstor fijó la atención en su propio teléfono móvil: veinticuatro de diciembre de dos mil veinte. Alzó los ojos con una pregunta implícita hacia el hombre, que no dijo ni hizo absolutamente nada. Mientras, el Néstor del futuro aceleraba.

Se volvió a frotar la nariz. Un sollozo captó la atención del otro Néstor, que se giró justo a tiempo.

—¡No! ¡No, joder no! ¡Para esto, te prometo que cambiaré, lo juro, pero para!

Sus ruegos no surtieron efecto alguno.

El vehículo perdió el control al derrapar sobre un charco, giró sobre las ruedas y colisionó con el tráiler que acababa de adelantar. Al pasarle por encima la gigantesca rueda, Néstor oyó quebrarse todos los huesos de su yo del futuro. Uno por uno. Como vigas de madera podrida al sucumbir bajo el peso del cemento que ya no soportan.

Su cadáver quedó atrapado en el interior del coche. De pie, junto a la macabra escena, Néstor vio los destrozados cristales teñirse de sangre y logró atisbar una porción de su propio cráneo aplastado bajo el techo.

Apartó la mirada justo después. Ya no quería ver más, no podía soportarlo, pero lo que se encontró enfrente fue mucho peor.

Su madre era la única presente en el entierro. Vestida con unos vaqueros y un chaquetón negro, se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de papel mientras dos silenciosos operarios alzaban el féretro hasta un nicho a tercera altura.

Un hombre se acercó desde el extremo de la calle y saludó a Carla con un leve apretón en el hombro.

—Ay, Darío, gracias por venir —susurró ella, porque si hablaba más alto se le quebraría la voz.

—No estaba seguro, pero no quise dejarte sola.

—Un detalle por tu parte, sobre todo después del daño que te hizo.

—Ya, eso es el pasado. No me alegro de lo que pasó.

—Lo sé, cariño. Lo sé.

Néstor reculó. Lo último que quería ver era cómo esas dos personas lloraban su pérdida. No lo merecía; las había apartado deliberadamente, ¿por qué se apenaban? Quiso correr hacia cualquier sitio, huir de aquella escena, pero en lugar de eso, se vio despedido hacia la caja de pino que contenía su cadáver.

La oscuridad allá adentro era absoluta. Pataleó y golpeó con fuerza todo lo que tenía al alcance de las manos mientras gritaba hasta dañarse la garganta. Afuera, los operarios cubrieron el nicho con una placa de escayola y la sellaron con hormigón. Néstor se quedó sin voz.

Los extraños visitantes de un vecino gruñón (#LatinoAwards2020)Where stories live. Discover now